Danielle Evans. Una chica demasiado madura como para considerarse una niña pero demasiado inestable como para ser un adulto. A lo largo de su corta vida ha tenido que soportar tempestades desastrosas, muertes, gritos y dolor.
Todo ello la llevó a...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
CAPÍTULO III —Evans.
Ignoré aquella voz que sonaba en la lejanía de mis pensamientos, tras una pared de cristal invisible. Me dolían las venas oculares de tanto llorar, y me encontraba agotada, con una sensación melancólica en el pecho.
Pero el haber hablado con el chico de la tormenta, me había ayudado a llevarlo todo mejor, de una extraña manera, puesto que aún no sabía ni si quiera su nombre.Removí la pajita dentro de mi batido de frambuesa y cereza ensimismada.
—¡Evans!
Miré sobresaltada a la persona frente a mi. El "enamorado" de mi mejor amiga me observaba inquieto, con las manos apoyadas en la mesa para recibir un intento de atención por mi parte.
Evalué sus ojos verdes y lo miré de la mala manera, instantáneamente.
—¿Qué demonios quieres?
—Eh calma loca, no me mates —alzó sus manos en gesto de inocencia. Tomé mi batido rojo y comencé a tomarlo , ignorando su presencia, algo que por lo visto le molestó, porque en apenas cinco segundos lo tuve sentado a mi lado.
—Eres un pesado, ¿lo sabías? —gruñí con amargura cuando quiso arrebatarme las llaves.
—Eres una amargada, ¿lo sabías? —replicó irónico, provocando que pusiese los ojos en blanco y mirase hacia otro lado por mi carentes ganas de pelear.
—Tu novia no está aquí, se ha ido a la parte trasera del instituto —quería que se fuera cuanto antes, y si eso implicaba mentir, lo haría. Observé la pantalla de mi teléfono con desinterés pleno.
—Gracias, amargada —agradeció a su manera antes de irse.
—Echa a correr ya o te juro que te mataré por llamarme así.
Lanzó una risilla y se alejó de mi caminando entre los bancos repletos de adolescentes en el exterior. La banco también era de madera, con una mesa de merenderos bajo un cerezo con unas ramas tan frondosas que ya llegaban sobre mi cabeza.
Observé como se iba entre la gente. Había hablado en contadas ocasiones con Mateo, y las conversaciones que habíamos tenido habían sido para su admisión como posible pareja de mi amiga. No podíamos permitirnos que volviese a pasar lo de siempre.
Se conocieron un día de playa cuando nosotras salíamos del aparcamiento y él venía de hacer surf con dos amigos. Desde aquel día habían estado hablando, pero por lo visto la relación se había intensificado más en las últimas semanas, volviéndose más directa por las dos partes.
Pero aunque ella no lo dijese, ambas sabíamos que en el fondo tenía miedo de volver a salir dañada.
Su pasado era similar al mío, quizás por eso dos personas tan diferentes la una de la otra como nosotras habían decidido juntarse.