CAPÍTULO IV
Mientras caminaba por la fría y sombría calle, a la luz de los focos, no pude evitar preguntarme el por qué. ¿Por qué necesitabámos una pareja para complementarnos? ¿Otra persona?
Mi duda surgió cuando una chica salió llorando de la esquina del callejón, con su supuesta pareja corriendo a su espalda. La joven, de pelo cobrizo y piernas anchas, corría hacia la parada de autobús, con aquella chica a su espalda.
La rubia tomó su hombro y con lágrimas en los ojos empezó a explicarle el por qué de su infidelidad, pero la verdad era que a mi no me interesaba en lo más mínimo.
Pasé junto a ellas, mi gabardina roja rozando levemente el cabello de la joven que lloraba y reclamaba entre suspiros ahogados por el dolor. Se veía tan débil.
Mis mejillas ardían por el frío, y la helada envolvía mi cuerpo en un manto de seda invisible, que me desacía a cada paso.
Observé la copa de los árboles, sin ramas, congelados, uniéndose al ambiente iluminado por farolas de la clásica calle que tenía ante mí, con caminos de piedra. Removí mis manos en los bolsillos, observando el lugar. Las luces de esta época ya habían sido instaladas en las casas y aceras. La gente hablaba, reía, y conversaba. Amaba la Navidad.
Amaba la manera en la que complementaba a las personas, las unía. Adoraba la forma en que rellenaba los viejos rincones de los corazones lúgubres con su felicidad y luz.
O al menos la amaba de antes.
Antes de que aquella persona muriese.
Me estremecí en mi gabardina roja, observando con las mejillas sonrojadas por la temperatura los puesto que comenzaban a instalarse en la línea de calles. Mi mirada ascendió hasta el árbol que unos niños trataban de colocar en lo alto del porche de su casa, con esfuerzo. Una mujer adulta salió riéndose con amor de ellos, junto con otro hombre, y los ayudaron a poner la decoración, dejando finalmente un tierno beso en sus frentes.
Negué con la cabeza. Jamás había tenido algo así. Resultaba patético que envidiase a dos niños de ocho años tan solo porque sus padres les daban muestras de afecto.
Llegué a casa, y tomé un profundo suspiro antes de abrir la puerta y enfrentarme al habitual trato de siempre.
El aroma a chocolate me inundó, por lo que entré a la sala común. Desde allí, mis padres descansaban en el sofá, sujetando la taza roja de chocolate caliente entre sus manos. Ladeé la cabeza, en busca de mi hermano.
—¿Y Fran?
Mis padres me observaron, notando por primera vez desde que llegué mi presencia. Mi padre me ignoró de nuevo y volvió la vista al televisor, dónde se veía una película de Netflix.
—Está con sus amigos, algo que tú deberías estar haciendo —contestó ella por los dos, sus ojos oscuros evaluádome—. Has estado caminando sola por la ciudad, ¿verdad? Siempre estás o en tu cuarto o en ese estúpido sitio.
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Exhala
RomanceDanielle Evans. Una chica demasiado madura como para considerarse una niña pero demasiado inestable como para ser un adulto. A lo largo de su corta vida ha tenido que soportar tempestades desastrosas, muertes, gritos y dolor. Todo ello la llevó a...