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—Aquí tienes la pala —dijo el hombre que se ocupaba de los elefantes. —Ahí está la carretilla. Y ahí el camión con el estiércol.

Digger, que era quien se encargaba de los animales de Neeco Martin, el domador, le dio una pala y se alejó cojeando. Era un hombre mayor que padecía artritis; tenía el rostro arrugado y los labios hundidos por la falta de dientes. Digger era ahora el jefe de _____.

La chica miró la pala. Ése era su castigo. Se había imaginado que Tae la mantendría confinada en la caravana, que utilizaría aquel lugar como una celda ambulante, pero debería haber sabido que él no se conformaría con algo tan sencillo.

La noche anterior había llorado en el sofá hasta quedarse dormida. No tenía ni idea de si Tae había dormido en la caravana ni de si había regresado. Por lo que ella sabía, hasta podía haber pasado la noche en compañía de una de las showgirls. La invadió la tristeza. Tae apenas le había hablado esa mañana salvo para decirle que tendría que trabajar para Digger y que no debía abandonar el recinto sin su permiso.

Desvió la mirada desde la pala que sostenía en la mano al interior del camión. Los elefantes ya habían bajado del remolque a través de unas anchas puertas correderas situadas en el centro de éste, justo encima de la rampa. A _____ se le puso un nudo en el estómago y una oleada de intranquilidad hizo que le subiera la bilis a la garganta. Había mucho estiércol. Muchísimo. En algunas partes la paja estaba casi limpia. En otras había sido aplastada por las gigantescas patas de los paquidermos.

Y aquel olor...

_____ volvió la cabeza y aspiró aire fresco. Su marido creía que era una ladrona y una mentirosa y, como castigo, la obligaba a trabajar con los elefantes a pesar de que ella le había dicho que los animales le daban miedo. Volvió a mirar hacia dentro del camión.

Adiós a su modelito importado.

Se sintió derrotada y, justo en ese momento, supo que había fallado. No podría hacerlo. Otras personas parecían tener una fortaleza a la que recurrir en tiempos de crisis, pero ella no. Era débil y no hacía nada a derechas. Todo lo que su padre y Tae habían dicho de ella era verdad. Sólo servía para charlar en las fiestas y eso no le valía de nada en este mundo. Con el sol cayendo a plomo sobre su cabeza, rebuscó en su interior, pero no encontró ni un ápice de coraje. Se dio por vencida. Tiró la pala sobre la rampa.

—¿Ya te has dado por vencida?

_____ bajó la mirada. Tae estaba al pie de la rampa. Ella asintió lentamente con la cabeza.

Él le sostuvo la mirada con las manos apoyadas en las caderas cubiertas por unos vaqueros descoloridos.

—Los hombres han hecho apuestas sobre si harías o no el trabajo.

—¿Y qué has apostado tú? —La voz de _____ apenas era un susurro y a él le sonó como un graznido.

—No estás preparada para recoger mierda, cara de ángel. Cualquiera puede verlo. Pero, y sólo para que conste, no he apostado nada.

No era por lealtad hacia ella, de eso estaba segura, lo habría hecho para mantener su reputación como jefe. Lo miró con una distante curiosidad.

—Has sabido todo el tiempo que no podría hacerlo, ¿verdad?

—Sí, lo sabía —dijo Tae, asintiendo lentamente con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué me has hecho pasar por esto?

—Eras tú la que tenía que entender que no podías soportarlo. Pero has tardado demasiado tiempo en darle cuenta, _____. Intenté decirle a MinHo que no ibas a sobrevivir aquí más que una bola de nieve en el infierno, pero no quiso escucharme. —La voz de Tae se volvió casi suave y, por alguna razón desconocida, a ella le molestó más aquello que el anterior desprecio de su marido. —Vuelve a la caravana, y cámbiate de ropa. Te pagaré un billete de avión.

Ángel | KTHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora