La magia existe. Tal vez uno no la vea, pero allí está, escondida y haciendo que el mundo siga siendo como se lo conoce. Está en la naturaleza, en la vida y la muerte, en esos niños y niñas que nacen en medio de una nevada inesperada, justo cuando el primer copo de nieve cae al suelo. Tienen un nombre, y la gente supersticiosa los teme. Y con razón, pues a estos niños y niñas les corre la magia por las venas y una balanza pende sobre sus cabezas. ¿Qué camino elegirán?, ¿el del mal o el del bien?
Uno de esos niños estaba al nacer en la antigua residencia de los Starek, a las afueras de Beldava.
La mansión había sido elegante y hermosa años atrás, pero el tiempo y la falta de dinero de la familia la habían convertido en un lugar oscuro, apenas iluminado por las pocas luces que salían de las habitaciones del primer y segundo piso; el resto hacía mucho que no se usaban y las antaño grandes y majestuosas habitaciones servían ahora para guardar muebles, polvo y ratas.
La familia Starek residía en el primer piso, usando tan solo el ala oeste de la mansión. Eran tres. August Starek, vizconde de Nevek, era un hombre de unos sesenta años, no más alto del metro sesenta y cinco, con ralo cabello que se había vuelto blanco y patillas igualmente blancas con las que intentaba esconder una mandíbula pobre.
Leopold Starek era su hijo mayor, un hombre de menos de treinta años con el cabello rubio y los ojos marrones. El heredero del vizconde pasaba muy poco tiempo en la casa familiar, pues según él, estaba demasiado alejada de la ciudad, donde pasaba la mayor parte de los días. Aficionado a la vida lujosa y los placeres que se le ofrecían en Beldava, dilapidaba el poco dinero que le quedaba a la familia en sus juergas y vicios.
Por último se encontraba la persona más importante de esta familia: Elisabeth —Eliza— Barbara Starek. La hija del vizconde tenía ya veintidós años. Hermosa, rubia y de ojos azules como lo había sido su difunta madre, con una altura que sobrepasaba a la de su padre y hermano, era considerada la joya del vizconde.
Pero no aquella fría noche. Ese día había amanecido extraño en la residencia familiar, silenciosa incluso para aquel lugar. Lo normal habría sido que al despuntar el sol la criada saliera para ir al mercado más cercano, pero las puertas se mantuvieron firmemente cerradas durante todo el día. Flotaba alrededor de la casa un aire incómodo y todos los que pasaron aquella mañana por delante de la verja negra, salieron a escape libre, recitando oraciones para alejar a los malos espíritus.
En el interior de la mansión la cosa no era mucho mejor y solo con saber que Leopold Starek estaba allí ya se podía intuir que las cosas no iban bien. El hijo del vizconde se paseaba por una pequeña habitación cuadrada y deslucida. Su padre también se encontraba allí, sentado encorvado en una de las sillas y contemplando la taza de té que tenía entre las manos temblorosas.
—No puede ser bueno que tarde tanto —susurró Leopold más para sí mismo.
—La señora Melnik es la mejor en su oficio, Leopold. No te estreses, seguro que estará bien en sus manos —dijo el vizconde, con una seguridad en su voz que no sentía en realidad, pues él también estaba asustado; con cada grito que provenía de la habitación contigua se le escapaba un poco de color del rostro.
—Buena o no, el resultado puede ser imprevisible. Madre fue la prueba de ello.
—Leopoldo, calla ya, por favor. No hagas las cosas más difíciles.
—¿Más difíciles? Padre, Eliza está ahí dentro —señaló hacia la pared tras la que se encontraba su hermana—, pariendo a un hijo que no es de su esposo. ¿Y os creéis que su marido es imbécil?, ¿qué haremos si ese niño se parece a su verdadero padre? Como siempre no tenéis ninguna solución —escupió al ver el vizconde se quedaba en silencio.
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El legado de las ninfas
FantasyNathaniel y Andra tendrán que sobrevivir en un mundo en el que es imposible esconderse de los cazadores. *** En un mundo convulso, Nathaniel tendrá que sortear los diferentes problemas que me sacudirán la vida de mano de su familia y de Andra, su es...