Capítulo 50: El castillo de las almas desterradas

10 2 0
                                    

Elijah Taylor regresaba a casa en medio de la oscuridad de la noche, protegido contra el frío gracias a su abrigada capa negra de piel. Caminaba despacio, sumido en sus pensamientos ahora que podía. Una vez que llegara a casa sería imposible porque todos lo avasallarían a preguntas sobre su siguiente movimiento o le demandarían para hacer cualquier tontería.

No, lo únicos momentos que tenía él para pensar tranquilamente era cuando regresaba a casa por el largo, estrecho y tortuoso camino de tierra que conectaba aquel retiro lleno de mansiones con Allsau, en dirección contraria a aquella casa abandonada que Elijah había estado usando durante los últimos años para hacer sus... sus cosas.

Las luces de las enormes casas se derramaban sobre los grandes jardines y llegaban ligeramente hasta el camino por el que él iba.

Elijah sacó la tabaquera de un bolsillo de la capa y un encendedor; encendió un cigarro sin dejar de caminar y el fuego iluminó su rostro mientras el humo ascendía en aquella gélida noche.

Su mente no pudo dejar de pensar en los últimos meses mientras daba una calada. Había sido tan fácil manipular a todos... Daba gracias de haber encontrado a aquel legado, Friedrich Alscher, y su habilidad para manipular a la gente y conseguir que hicieran todo lo que él quisiera. De no ser por eso, nunca había conseguido poder estar tan cerca del rey, ni de esos Ander.

¿Qué beneficios podía tener el asociarse con la gente que más odiaba Nathaniel? Fácil, estaban en todas partes. Igual que cuando había hecho que Friedrich manipulara a Frederick Sokal para que, casi veinte años atrás, no mandase a las tropas a proteger a su sobrino. Eso le había dado vía libre a Elijah para poder matarlo escudado por aquella rebelión que tenía a toda la población sin cerebro.

Dio una calada profunda y exhaló el humo, terminando el cigarro. Lo tiró al suelo y lo aplastó contra la tierra con su talón. Estaba ya delante de la casa que, como el resto, estaba iluminada por débiles velas. Debían aparentar normalidad en aquel castillo lleno de almas desterradas, exiliadas debido a sus ideas, a sus motivaciones, a sus orígenes. Ninguno de ellos era válido delante de los ojos de los Anker, ninguno de ellos podía vivir en Elreid, la tierra de los legados.

Elijah entró en la gran casa con un fuerte suspiro y fue recibido por una joven humana que le cogió la capa y despareció entre las sombras del corto pasillo. Fue hacia el salón, donde se encontraban reunidos media docena de legados de todas las edades. Echó un vistazo por la sala buscando a una sola persona y rezando para que ya estuviera allí.

Sí, ahí estaba. Ángel, su hijo mayor, alzó la vista y los ojos de ambos se encontraron.

Le hizo un gesto al chico, que se levantó de un salto del sillón y lanzó a la mesa de café el libro que había estado leyendo. Se parecían, pensó Elijah mientras su hijo se acercaba a él. Tenían los mismos ojos castaños, el cabello rubio platino y la piel pálida. Su figura también era muy similar, ambos altos y de huesos finos pero con las líneas bien marcadas.

En cuanto lo tuvo cerca, Elijah alzó una mano y acarició la mejilla de Ángel con una sonrisa. Lo había echado de menos. Siempre echaba de menos a Ángel cuando no estaban juntos, tal vez porque Elijah se había acostumbrado a tenerlo siempre cerca. Había sentido su falta sobre todo después de la muerte de su Valentina. Su niña...

Elijah se tragó las lágrimas y preguntó:

—¿Cómo ha ido el viaje?, ¿has tenido algún problema?

—Ninguno, padre. Ya está todo preparado para cuando nos vayamos.

—Bien, porque me quiero ir ya de aquí.

—¿Ya? —inquirió Ángel, que había notado el ligero cambio en la voz de su padre. Hacía apenas una semana que se habían visto, pero en aquel momento Elijah no tenía ninguna intención de marcharse tan pronto.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora