Capítulo 49: Una balada a la muerte

5 3 0
                                    

Dos semanas, ese era el tiempo que había pasado desde que Elijah Taylor había huido, desde que Hector, Henri y Jon dieron la vida por salvar a Lucas; desde que Nate había matado a su prima.

El tiempo pasaba lento, las manecillas del reloj no parecían querer seguir avanzando. Nate tenía los ojos fijos en aquel enorme reloj que colgaba de la pared del pasillo de su casa. Tic-tac, tic-tac. El sonido le ponía de los nervios.

Unos pasos rápidos se acercaban a él y Nate supo de inmediato de quién eran y casi hasta lo que venía a decirle.

—¿No quiere venir, verdad? —le preguntó a Andra mientras se giraba hacia su esposa. Ese día llevaba un ligero vestido negro. Nate también iba vestido de negro, con ropa cómoda porque después de ir al cementerio se marcharían de Allsau y de Bouçon para siempre en dirección a Beldava.

Ahora que sabían seguro que Frederick Sokal había muerto al fin, Nate solo quería regresar a su verdadero hogar y no salir de allí jamás. «Tampoco podré», pensó con amargura, pero ya lo había aceptado. Ambos lo habían aceptado.

—¿Qué hacemos? No podemos dejarla aquí sin más, Nate.

—Tampoco podemos obligarla a que venga con nosotros. Además, entiendo por qué quiere quedarse. Jon está enterrado aquí —susurró Nate, la voz medio rota por las lágrimas que amenazaba con derramar. Tragó saliva y con ella se tragó el dolor—. De todas formas, iré a hablar con ella —dijo y antes de que Andra pudiera detenerlo, se encaminó hacia la habitación de su madre.

Sus pasos resonaban en la casa medio vacía, porque se llevaban con ellos gran parte de los muebles, cuadros y figuras que durante esos últimos cinco años habían decorado la mansión de los Sokal en Allsau, que durante cinco largos años había visto a la interminable cantidad de gente que se paseaba por allí durante sus fiestas; risas, amor, dolor. Había tantos recuerdos guardados en silencio tras aquellas paredes...

Nate abrió la puerta y entró en la habitación de su madre, que se encontraba tejiendo sentada en la mecedora. Se había puesto una manta alrededor de los hombros porque hacía bastante frío en aquel cuarto.

Al escuchar los pasos de su hijo, Eliza se giró y lo miró con aquellos ojos azules que compartían ambos. Le dio una sonrisa triste y alargó una mano hacia él, que caminó hasta su madre y le cogió los dedos fríos.

—No vas venir con nosotros —dijo Nate, no como una pregunta sino como una afirmación. Desde el primer momento había sabido que su madre no los acompañaría, aunque se había visto igualmente obligado a intentarlo.

»Te echaré de menos —continuó él mientras se arrodillaba delante de su madre y dejaba caer la cabeza en su regazo, como hacía cuando era pequeño. Cerró los ojos mientras su madre le pasaba los dedos por el cabello rubio.

Por unos instantes, creyó volver a ser pequeño y seguir en Beldava. En cualquier momento entraría Jon por la puerta y se pondría a su lado, seguido por Jan, que se sentaría en el suelo con ellos y los abrazaría a los dos. Todos juntos escucharían a su madre tararear sus canciones mientras seguía tejiendo.

Nate tuvo que abrir los ojos y la perfecta imagen de su familia toda reunida se desvaneció como volutas de humo. Jan y Jonathan no estaban, se habían ido, al igual que se habían ido Henri y Horace, que no había sido capaz de soportar el veneno que le corroía los huesos y los órganos.

Antes de morir entre tanto dolor, le había pedido a Nate una daga y que se marchase de la habitación. Minutos después, cuando volvió a entrar, se había encontrado con que se había cortado las venas de las muñecas. A él le había parecido lo mejor, sobre todo sabiendo que ya nada podían hacer por ayudarle. Al menos su dolor había terminado antes de que llegase lo peor.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora