Capítulo 3: El barón de Sowa

75 18 10
                                    

Cuando el barón de Sowa volvió, más de tres semanas después del nacimiento de su supuesto hijo, se encontró con algo que no esperaba.

—Había escuchado que el niño estaba enfermo. A mí no me lo parece —comentó suspicaz mientras se asomaba a la cuna de Nathaniel, que tenía los ojos abiertos y contemplaba la escena con una tranquilidad a la que Leopold ya se había acostumbrado.

Eliza le dio una sonrisa nerviosa, se frotó las manos.

—Ha estado enfermo, pero se ha recuperado ya. Y ha recuperado peso —añadió Eliza, pero el barón seguía mirando al bebé con desconfianza y no era para menos.

Leopold había esperado tener unas cuantas semanas más de margen antes de que el barón regresara de la guerra que se libraba en el oeste del Imperio de Ansbach en contra del Reino de Bouçon. Pero el barón, al enterarse de que su esposa había dado a luz prematuramente (ninguna de las tres mujeres había dicho nada, gracias a Dios), se había pedido un permiso y había conseguido llegar a Beldava antes de lo esperado, desbaratando el plan que Eliza y él habían trazado cuidadosamente durante días.

Maldito Jan Benjamin Theodore Sokal y maldito su intento de ser un buen padre. Aunque debía admitir que, a pesar de sus primeros reparos al ver el pequeño, lo miraba con mucha ternura. Eliza y Leopold soltaron la respiración que llevaban aguantando un buen rato y más aliviados, se permitieron sonreír.

Lo peor ya había pasado, se dio cuenta pues, al igual que le había pasado a él y a cada persona que había visto a Nathaniel (que se podían contar con una mano), el niño parecía absorberles y cuando se le miraba a los ojos azules uno era incapaz de deshacerse de su embrujo. Incluso las criadas, que los primeros días no habían querido acercarse al bebé por miedo al «niño de nieve», ahora había que recordarles que tenían trabajo y que no podían pasarse la mañana en la habitación de Eliza contemplando al niño.

Fuera lo que fuera su sobrino, estaba claro que dejaba a todos embobados. Leopold dejó a la pareja y fue hasta el salón de al lado, donde su padre solía pasar los días.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó el hombre.

—Mejor de lo que me esperaba —suspiró, dejándose caer en una de las sillas—. Las sospechas que pudiera tener el barón dudo mucho que vayan a más una vez que pase más tiempo con él. Además, está encantando con saber que Eliza le ha puesto su nombre.

—¿Y sabes cuándo se llevará a tu hermana y a Nathaniel?

—No se lo he preguntado, pero no se preocupe. Me encargaré de hablar con él esta tarde.

—Recuerda decirle que...

—Lo sé, padre —lo interrumpió Leopold, dándole una débil sonrisa cansada. Su padre asintió y no dijo más, centrándose en lo que había estado haciendo antes de que él llegara: leer.

Le vino bien que su padre estuviera distraído, porque eso le dejó un poco de espacio para pensar en algo que llevaba días atormentándolo. Cuando se marchara Eliza a su nueva casa, bastante alejada de aquella mansión, su padre se iba a quedar solo allí, sin más compañía que la de las criadas y la de su antiguo mayordomo, un hombre que era incluso más viejo que su padre. Leopold no podía quedarse mucho tiempo allí, pues sus negocios estaban empezando a tener sus frutos en la ciudad y debía estar muy pendientes de ellos. No podía permitir que la enorme suma de dinero que había invertido en sacar a flote aquel negocio se fuera por el sumidero por culpa de estar en demasiados sitios a la vez.

Sin embargo, sabía que lo que estaba a punto de pedirle a su padre era algo que él rechazaría con todas sus fuerzas. ¿Es que acaso no había escuchado una y otra vez lo orgulloso que estaba de aquel lugar, aunque se cayera a trozos? Leopold cogió aire y se dispuso a hacer aquella oferta a pesar de saber que se iba a llevar un buen rapapolvo.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora