Capítulo 46: Los secretos de Elijah Taylor

6 3 0
                                    

La ira nubló sus pensamientos y lo volvió todo de color rojo.

Nate lanzó un grito y se levantó de un salto, lanzándose hacia aquel hombre. Quería pegarle, quería matarlo por atreverse a hacerle daño a su hermano. Porque Nate sabía que la mancha de sangre era de Jon y que había sido él quien había matado a Henri y a su hermano. No sabía cómo estaba tan seguro, solo que todo empezaba a encajar en su cabeza como un enorme puzle que se ensamblaba a toda velocidad.

Estaba ya a punto de derribarlo cuando el hombre alzó una mano y Nate se quedó paralizado en el sitio. Sus piernas se juntaron a la fuerza por una energía más poderosa que él y antes de que se diera cuenta, sus piernas fallaron y terminó sentado en el suelo.

No podía moverse porque unas cuerdas hechas de magia habían aparecido alrededor de sus muñecas y tobillos. Unos pasos más atrás, escuchó a Andra maldecir y cuando se giró para comprobar que se encontrase bien, descubrió que estaba igual que él: atada de pies y manos.

Se arrastró hasta el lado de Andra como bien pudo, no queriendo dejarla sola. Necesitaba comprobar que estaba bien, necesitaba tocar su piel, sentirla a su lado y que le infundiera la valentía que a él ya apenas le quedaba.

Cuando llegó allí, su esposa intentaba desatarse, pero cada vez que lo intentaba se escuchaba un chisporroteo, un gemido de dolor y el olor inconfundible de pelo y piel quemada.

Nate lo comprobó por sí mismo. Intentó hacer un hechizo para eliminar las ataduras y lo siguiente que sintió fue el lacerante dolor que le recorrió las muñecas. Y entonces se dio cuenta: las cuerdas estaban electrificadas.

Furioso porque aquel ser se atreviera a dañar a Andra, alzó la mirada y clavó sus ojos azules en él. «En Elijah Taylor, mi padre», se tuvo que recordar, aunque cuando lo dijo estuvo a punto de morderse la lengua de pura rabia. «No, este hombre no es mi padre. Mi padre se llama Jan Sokal».

Lo veía claro como pocas veces lo había visto. Ese hombre nunca había estado allí para él, nunca se había preocupado por él. No, su padre era Jan Sokal, que era el hombre que se quedaba las noches a su lado cuando estaba enfermo, el que jugaba con él y le leía cuentos antes de irse a dormir. Y después, cuando murió, su tío había sustituido al padre que había perdido y le había enseñado todo lo que sabía. Nate se sintió agradecido, porque no había tenido un padre, sino dos que lo habían amado siempre.

—¡¿Por qué haces todo esto?! —exclamó Nate intentando contener la furia que bullía en su interior cada vez que miraba a ese hombre.

Todavía no podía creer que lo hubiera visto tantas veces, que lo hubiera tenido en incontables ocasiones a tan solo unos metros de él, y que nunca se hubiera atrevido a hablar con él. No sabía si era por cobardía o por algo más, pero todas las esperanzas que había albergado Nate durante tanto tiempo cuando pensaba en conocer a su verdadero padre se esfumaron por completo.

Había matado a su hermano, a su amigo, había raptado a su ahijado y a decenas de niños. Aquello no era un hombre, era un monstruo con el rostro de un ángel.

Elijah se encogió de hombros antes de hablar.

—No estoy haciendo nada.

—Secuestras niños, matas a gente...

—Tú también matas —replicó Elijah a toda velocidad, en su voz había una completa indiferencia y ni siquiera lo miraba, sino que sus ojos contemplaban la sala con aburrimiento—. Supongo que eso lo has sacado de mí.

—Eres un monstruo.

—No, lo que pasa es que por culpa de esos perros de los Anker lo que yo hago lo ves mal. Si no fuese por ellos y sus estúpidas leyes, tú pensarías igual.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora