Capítulo 45: La sangre llama a la sangre

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Andra vio como el cuerpo sin vida de Bennett Murray caía al suelo con un golpe, sus ojos abiertos y su boca todavía contraída en su última carcajada. Stephanie gritaba entre los brazos de Andra, se sacudía tanto que tenía que emplear toda su fuerza en evitar que se rajara la garganta ella sola o le hiciera daño a ella con tanto forcejeo.

Sus gritos eran ensordecedores, tanto que Andra tuvo una ligera duda durante unos segundos. «No seas tonta, os habrían matado sin dudarlo».

Antes de que pudiera hacer o decir nada, Nate levantó de nuevo la pistola, apuntó al pecho de Stephanie y disparó. Andra se apartó justo a tiempo para no terminar cubierta de sangre. El cadáver de la mujer cayó también al suelo con un golpetazo, a apenas unos centímetros del rostro de su esposo y de su herida salió una ligera voluta de humo dorado que se enroscó delante de ella. Era una legado de verdad, ¿cómo era que no se había dado cuenta antes?

«Se lo merecían», pensó al ver de nuevo la mueca en la cara de Bennett. Su anterior pensamiento fue desechado rápidamente, casi como si nunca hubiera existido. No se iba a lamentar por las muertes de aquellos dos, por mucho que... «Dios, Nate. Era una legado».

Miró a Nate, pero este estaba frotándose la muñeca con la que cargaba la pistola, como si el peso de esta le hubiera hecho daño. De una zancada cubrió el espacio que los separaba y agarró a Nate por la barbilla, obligándolo a mirarla. Y el susto se lo llevó ella.

Los ojos azules de su marido estaban blancos y en ellos se podían ver pequeños rayos dorados que los cruzaban de un lado a otro. El ansara, Nate estaba en el ansara. Andra nunca lo había visto en ese estado, pero por propia experiencia sabía cómo iba aquella. Un estado superior en el que los poderes se amplificaban; a cambio, se debían sacrificar la razón y toda clase de empatía.

—N-nate, ¿estás bien? —le preguntó Andra con la voz algo temblorosa—. ¿Sabes lo qué has hecho? Stephanie era una legado, y matar a un legado...

—Trae sus consecuencias —la cortó Nate, sus ojos blancos clavados en ella. Le estaba empezando a dar miedo, a pesar de saber que jamás le haría daño—. Lo sé, pero me da igual. Eran ellos o nosotros. —La mano que no sostenía la pistola que dirigió a su vientre con un cariño que ni siquiera el ansara podía eliminar.

Eso tranquilizó un poco a Andra que, aunque sabía perfectamente cómo funcionaba todo aquello, no podía dejar de sentirse aliviada al ver que su Nate seguía estando allí adentro.

Nate se inclinó sobre ella para darle un casto beso en los labios y después centró toda su atención en Julen, que estaba tomándole el pulso a un Horace que cada vez estaba más pálido. Andra se arrodilló al lado del hombre y buscó sus heridas. Tenía varios cortes en el rostro, producto de la caída, y se le estaba empezando a formar un moratón en la mandíbula. Sin embargo, lo que más le preocupó fue el largo y profundo corte que tenía en el antebrazo derecho.

El cuchillo había desgarrado la tela de la casaca, que en aquella zona ya no era verde sino carmesí por la sangre. Estaba por poner una mano en la herida cuando alguien le cogió el codo, deteniéndola. Cuando miró hacia arriba extrañada, descubrió a un Nate con el ceño fruncido y que se estaba arrodillando a su lado.

—¿Qué haces? —le preguntó, apartando el brazo del agarre de Nate; él la dejó liberarse sin decirle nada.

—Lo han envenenado con belladona. Tranquilo, Julen, a ti no te pasará nada si lo tocas —calmó a su amigo, que se había levantado de un salto mirándose las manos ensangrentadas. Aun así, Julen se limpió los restos de sangre en el pantalón, como si quisiera asegurarse de quitarse la mayor cantidad posible de sangre de su piel, antes de volver arrodillarse.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora