Capítulo 30: Dos meses más tarde

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Nate era el primero que deseaba alejarse de ese lugar, pero había momentos en los que era necesario recurrir a Horace Bell. Habían pasado dos meses desde la fiesta del rey, dos meses desde que aquel cuervo se había matado contra su cristal, pero Nate recordaba perfectamente el olor de la magia envolviendo el pequeño y ensangrentado cuerpo emplumado.

La mezcla de sangre y magia se le había quedado impregnada en la nariz y no había forma de quitársela por mucho que lo intentase. Incluso en ese momento, si cerraba los ojos, era capaz de olerla de nuevo a pesar del agua de colonia que llevaba en el cuello y del intenso olor a muerte de la ciudad que entraba por las ventanas del carruaje.

Nate se removió en el asiento, sacudió la cabeza para sacarse las ideas macabras que le pasaban por la mente, pero no había forma; estaban instaladas en su cerebro a fuego.

Sí, la ciudad olía a muerte, pensó mientras apartaba con un dedo la cortina y contemplaba las calles. Incluso en las grandes avenidas donde se encontraban las casas de los ricos se notaba el aroma dulzón que desprendía la ciudad, el miedo que se estaba extendiendo desde hacía semanas y que hacía estragos en la moral de los ciudadanos. ¿La razón? Habían desaparecido ocho niños en la última semana, treinta y dos desde que había empezado todo aquello; tres de ellos eran nobles y el resto era una mezcla de huérfanos, hijos de sirvientes y de gente que vivía en el Distrito Sur.

La gente tenía miedo y no era para menos. Las puertas de la ciudad se cerraban a las ocho y nadie podía estar fuera de casa a partir de esa hora. Los hogares se cerraban a cal y canto y durante toda la noche había un silencio horroroso en el que se podía escuchar al vecino tragar saliva. Ese fue el único momento en el que Nate dio gracias por no tener un hijo y sabía que Andra pensaba lo mismo que él.

El carruaje se detuvo con suavidad en una calle extrañamente silenciosa, nada parecida a lo que había sido meses atrás. Nate corrió hacia el interior de la tienda, pues sentía los ojos de la gente atravesando los cristales de sus casas, afilados, rencorosos. Creían que había sido él, ¿verdad?

No era la primera vez que se lo hacían saber, e incluso una vez había llegado a su casa una patrulla de la guardia de la ciudad para inspeccionar cada rincón a ver si encontraban algún rastro de los niños desaparecidos. No tenían pruebas, pero si llegaba el caso de que la situación se ponía muy fea, Nate estaba seguro de que le terminarían endorsando el muerto a él de alguna forma.

—No se lo tengas en cuenta —le dijo Horace al verlo entrar. Aquel hombre parecía que podía leer mentes—. Cuatro de los ocho niños que han desaparecido esta semana vivían en esta calle y la gente está muy nerviosa.

—¿Y es culpa mía que esos desgraciados estén eligiendo a niños para lo que sea que estén haciendo?

—No, pero el miedo es irracional y ahora mismo, la ciudad está inundada por el miedo. Tal vez deberías marcharte.

—No pienso huir como un cobarde —siseó Nate—. Además, si no estoy yo aquí, nadie investigará lo que está pasando y lo sabes. Mi reputación me precede y yo solo puedo conseguir la información.

—Ahí te doy la razón —concordó Horace mientras se inclinaba de nuevo en el mostrador, donde estaba reparando una pequeña figura de porcelana rota.

»Desde que me echaron del Club de la Sangre, nadie confía en mí para darme información. Pero tú tienes una reputación siniestra, ganada a pulso, todo hay que decirlo.

—¿Esparciste los rumores como te dije?

—Sí, aunque nunca creí que te atrevieras a hacerlo. Andra no debe estar muy contenta.

Nate soltó un bufido y se dejó caer en uno de los pequeños sillones que había en un rincón. Horace no tardó en unirse a él, llevando entre sus manos una carpeta tan manoseada que tenía los bordes doblados y se revelaban los papeles igualmente toqueteados de tanto mirarlos.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora