Capítulo 35: La historia de Eliza Starek

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La paz duraba poco en sus vidas, pensó Nate al ver aparecer a Horace Bell con el semblante sombrío. Solo habían pasado unas horas en aquella casa antes de que el legado los encontrara y por la cara que tenía, no podía ser nada bueno.

Aun así, lo último que Nate se esperaba era que Horace dijera aquello.

—¿Cómo se os ocurre marcharos de esa forma? Habéis sido ruidosos y poco cuidadosos y os habéis puesto en un peligro innecesario.

Nate estaba en sentado en un banco del jardín, con Kevda a sus pies, que le gruñó al hombre en cuanto habló. Él cogió al perro por el collar y tiró de él hacia atrás para que no se lanzara encima de Horace.

—Hemos sido todo lo cuidadosos que se podía ser en medio de una ciudad que estaba en llamas y repleta de gente —se defendió Nate mientras se levantaba de un salto del banco—. Además, solo quería proteger a mi familia.

—Pues has empezado muy mal protegiéndola.

Nate estaba a punto de abalanzarse contra Horace y golpearle cuando vio a su madre saliendo de la casa por la puerta del jardín. Nate se contuvo porque no quería preocuparla más de lo que ya estaba y también porque no le apetecía montar un espectáculo.

Saludó a su madre y esperó a que se fuera hacia dónde tuviera pensado ir, pero se sorprendió cuando vio que ella se acercaba a donde estaban, su rostro cada vez más pálido.

—Madre, ¿te encuentras bien? —le preguntó cuándo la tuvo a su lado. Nate la sujetó del brazo pensando que se iba a desmayar en cualquier momento y esperó una respuesta de su madre.

—Horace —susurró Eliza mientras aferraba con fuerza el libro que llevaba entre las manos.

—¿Os conocéis de antes?

—De hace mucho, mucho tiempo. —Su madre miró a Horace durante unos segundos antes de preguntar—: ¿Desde hace cuánto tiempo que estás aquí?

—Hace un par de años —contestó el hombre con el semblante serio. Su rostro también se había vuelto pálido como la cera y contemplaba a su madre con una sombra de pena en sus ojos.

—No viniste a verme. ¿Por qué? Me merezco una explicación, Horace, y lo sabes bien.

—¿Alguien me puede explicar qué está ocurriendo? —demandó saber Nate, pero nadie le hizo caso, como si sus palabras se las hubiera llevado el viento.

—No era seguro que volviéramos a vernos y menos... hacer nada de lo que te había prometido. Lo siento, Eliza, pero no me pareció correcto poneros en peligro y más sabiendo que ibas a estar bien protegida si no nos volvíamos a ver.

—Pero incumpliste tu promesa. Pasé meses esperando a que vinieras a por mi, Horace.

—¡Podéis responder de una vez a mi pregunta! —chilló Nate, harto de que nadie le hiciera caso.

Su madre lo miró sorprendida, sus ojos a punto de echarse a llorar, sus mejillas encendidas por la discusión.

—¿De verdad quieres saberlo? —le preguntó Eliza con una mirada triste y llena de dolor. Eso hizo que Nate estuviera a punto de decir que no para no hacer sufrir a su madre, pero por otra parte, sentía que aquello tenía mucho que ver con él.

Al final, asintió y su madre le pidió que fueran adentro y que llamara a Andra, que estaba en la habitación pintando en su cuaderno. Cuando la llamó, su esposa lo miró con cara de pocos amigos hasta que se dio cuenta de que era importante, que se levantó de un salto y lo acompañó hasta el salón.

Allí, una de las criadas había llevado una infusión para que su madre se calmara. Se sentaron en los sillones de color avellana y esperaron a que Eliza se tranquilizara un poco. Después, su madre empezó a contar su historia.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora