Capítulo 37: De confesiones y prisioneros

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Nate se levantó al amanecer. Apenas había dormido esa noche, dando vueltas y más vueltas en la cama. No podía quitarse de la cabeza la confesión de su madre y de Horace, no podía quitarse de la cabeza que aquel hombre al que llevaba viendo años era en realidad su tío. ¿Por qué nunca le había dicho nada?, ¿tal vez no lo sabía? No, no era posible que Horace Bell, el hombre que sabía todo lo que ocurría en Allsau no supiera que él era el hijo de Eliza Starek y de su hermano menor.

Solo de pensarlo le daba dolor de cabeza, por eso, cuando llegó el nuevo día, Nate se levantó de un salto de la cama. Andra seguía durmiendo tranquilamente, con mechones de cabello negro cayendo por su frente. Nate se detuvo unos segundos para apartarlos con cuidado de no despertarla y darle un beso suave en la frente antes de dirigirse hacia el baño.

Se limpió un poco con el agua de la jofaina y un trapo. Se lavó los dientes, se peinó y se afeitó, sus manos temblando un poco mientras pasaba la navaja por su mandíbula.

Después se vistió con lo primero que pilló y se caló una capa para protegerse del frío de las primeras horas. Se estaba poniendo las botas cuando Andra se desperezó en la cama sin llegar a abrir los ojos. Dio un gruñido y empezó a tantear con una mano por la mesita de noche en busca del trozo de pan que guardaba allí.

Nate fue a cogerlo y se lo acercó a los labios. Andra masticó lentamente y cuando pareció que las náuseas habían cedido un poco, se atrevió a abrir un ojo y mirarlo.

—¿Dónde vas tan pronto? —inquirió Andra, incorporándose un poco en la cama.

—Voy a casa de Julen un rato. ¿Quieres venir?

—Mmmm, no. No me encuentro demasiado bien ahora —contestó Andra mientras se pasaba una mano por el vientre.

Nate no pudo dejar de sonreír a pesar de todo lo que estaba pasando. En ese momento, su bebé no era más que un bulto que solo se apreciaba cuando se pasaba las manos por encima, pero había sobrevivido a muchas cosas ya. Según Henri, tanto Andra como el bebé estaban bien y eso le había quitado un gran peso a Nate del pecho, aunque el miedo no iba a irse del todo hasta que lo tuviera por fin entre sus brazos.

—Me marcho, ¿vale? Si pasa algo me llamas. —Nate se inclinó para darle un beso rápido en los labios a Andra, que después asintió con los ojos medio cerrados. Lo más seguro era que se volviera a dormir un rato más.

Nate se colocó bien la capa al salir al exterior y que el frío aire le golpeara el rostro. No tenía ganas de esperar el carruaje ni de ir metido en aquella caja de madera en la que no paraba de golpearse la cabeza contra el techo por culpa de las piedras y baches del camino, así que decidió ir caminando hasta la casa de Julen. Eran cerca de dos kilómetros, así que en nada estaría allí.

Él iba pensando en sus cosas y desenado que no se pusiera a llover hasta que llegara a la casa, así que no vio a la persona que se dirigía hacia él hasta que chocaron.

Nate se despertó al instante de sus pensamientos y se encontró cara a cara con Julen, que lo miró extrañado.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó su amigo pasándole un brazo por los hombros y acercándolo a su cuerpo.

—Eso mismo podría preguntarte yo. Iba hacia tu casa —explicó Nate.

—Pues yo iba a casa de Henri. Venga, vamos allí, que seguro que su cocinera ha preparado las galletas que te gustan.

—No tengo mucha hambre.

—¿Tú desdeñando las galletas de chocolate? ¡Dios, ha pasado una desgracia! —bromeó Julen, aunque a Nate no se le pasó desapercibida la astuta mirada de su amigo.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora