Una semana había pasado desde que Andra se había encontrado con Hector, una semana en la que había estado encerrada en casa, tumbada en su cama y sin que nadie la dejara levantarse más que para ir al baño.
Eliza estaba a su lado la mayor parte del tiempo porque de Nate no había ni rastro. Siempre que le preguntaba a la mujer si sabía cuál era su paradero, le respondía con un encogimiento de hombros y una negación con la cabeza. Andra sabía que le mentía, aunque no sabía el motivo.
—¿Dónde está Nate? —le preguntó a Eliza por quinta vez en el día.
Era por la mañana y no había visto a su marido desde hacía por lo menos, dos días, aunque por la madrugada, cuando se había despertado después de pasar la noche durmiendo gracias al tónico que le había preparado Henri, Andra había creído notar cierto rastro del perfume de Nate. Pero el aroma desapareció en seguida y ella se quedó pensando si no serían imaginaciones suyas o que estaba tan desesperada por verlo, que estaba empezando a sufrir alucinaciones.
—No lo sé. Debe estar haciendo algo importante —respondió Eliza mientras seguía tejiendo una prenda diminuta.
Andra se giró en la cama para no verla y se colocó una mano encima del vientre, intentando que las lágrimas no cayeran de sus ojos. Quería que Nate estuviera allí. No, no lo quería, lo necesitaba. Pero él apenas iba a visitarla, como si se hubiera olvidado de ella.
«No, no se ha olvidado. Solo está enfadado contigo, tonta». Nate había descubierto lo que llevaba más de dos meses intentando ocultarle: que está trabajando con la belladona y que Horace la estaba ayudando. Maldijo por lo bajo al legado que se había ido de la lengua mientras se secaba las lágrimas que caían por sus mejillas.
Y encima, por si eso no fuera poco, Nate ahora también sabía que estaba embarazada y que se lo había estado ocultando esas últimas semanas.
«Si es que soy tonta, tendría que habérselo contado». Pero en ese momento había pensado que lo mejor era no preocupar a Nate y después, cuando descubrió que estaba embarazada, había pensado que ya era tarde y que si se enteraba, haría todo lo posible para impedir que continuara trabajando con la belladona.
—Eliza, ¿puedes ayudarme a salir? —le pidió de repente, secándose las lágrimas de las mejillas con la manga del camisón.
—¿Quieres ir al baño?
—Quiero ir a dar un paseo por el jardín. —Tal vez así consiguiera despejarse la mente.
—No, de eso nada. Andra, no estás lo bastante bien para ir a dar paseos.
—Me da igual, necesito salir de aquí, o me volveré loca.
No supo si fue su voz o su rostro lo que convenció a Eliza, pero después de unos segundos, la mujer soltó un suspiro y asintió con la cabeza, ayudándola a salir de la cama.
—Pero nada de pasear. Si quieres te acompaño al salón, pero no voy a dejar que salgas afuera para que te enfríes.
—Está bien —accedió Andra. Al menos había conseguido salir de aquella maldita cama y eso ya era un pequeño triunfo.
Eliza la sujetó al caminar, porque Andra apenas tenía fuerza para moverse sola. Cuando consiguieron llegar al piso inferior, Andra resoplaba y Eliza prácticamente la tuvo que arrastrar al salón y sentarla en uno de los sillones.
—Te traeré un poco de agua. No te muevas, querida.
Eliza salió corriendo a buscar una jarra de agua, dejándola sola durante unos gloriosos minutos que se hicieron demasiado cortos. Dios, adoraba a Eliza, pero lo único que quería era un poco de paz, poder estar sola aunque tan solo fuera para cerrar los ojos y echar una cabezadita.
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El legado de las ninfas
FantasyNathaniel y Andra tendrán que sobrevivir en un mundo en el que es imposible esconderse de los cazadores. *** En un mundo convulso, Nathaniel tendrá que sortear los diferentes problemas que me sacudirán la vida de mano de su familia y de Andra, su es...