Eliza no quería salir de la cama. Nathaniel estaba abrazado a su cuerpo y en el otro lado, Jonathan dormía ajeno a todo lo que estaba pasando en su familia, sin saber que habían matado a su padre de un tiro en la cabeza y habían abandonado su cuerpo en mitad de la calle junto al del resto de sus hombres.
«Jan...», susurró en su mente, sin ser capaz de creer que de verdad ya no podría volver a llamarlo, que ya no volvería a ver su sonrisa al despertarse o pasear con él y los niños por el jardín.
En realidad, no quería creérselo, y durante el resto del día, Eliza estuvo esperando a que Jan entrara por la puerta en cualquier momento, sonriendo como siempre, y se metiera en la cama con ella y los niños. Por supuesto, eso no sucedió y al final no le quedó más remedio que aceptar lo que le decía su hermano: Jan se había marchado y no iba a volver.
Era más difícil hacérselo comprender a Nathaniel, que parecía reacio a aceptar que su padre había muerto, por mucho que Eliza se lo dijera. De vez en cuando, el niño parecía olvidarse, como en aquel momento.
Habían pasado dos días y Eliza estaba terminando de vestirse con la ayuda de Caroline. El vestido negro le cubría desde el cuello hasta los pies, con una falda grande llena de encaje negro. Cada vez que se movía, Caroline le ponía una mano en el brazo y le daba un apretón. Eliza, que estaba delante del espejo, podía ver perfectamente el rostro de su cuñada, que se contraía en una mueca de compasión y tristeza; Eliza permanecía impasible, tan solo contemplando su reflejo en el espejo, viéndose mortalmente pálida.
—Anda, querida, siéntate aquí —le dijo con suavidad Caroline. Obedeció, aunque le estaba empezando a exasperar que la tratara como una tonta que no era capaz de hacer nada. Había perdido a su marido, pero no el cerebro. Por mucho dolor que le supusiera la muerte de Jan, sus manos, pies y mente funcionaban a la perfección.
Dejó que Caroline le manipulara el cabello a su antojo; mientras tanto, Eliza se maquilló con suavidad, ante la molestia de su cuñada.
—No creo que sea apropiado ponerse colorete para un funeral. Y menos pintarse los ojos.
—No es un funeral cualquiera, Caroline, es el funeral de mi marido, e iré como yo quiera —contestó Eliza con mucha tranquilidad, algo que después le pasó factura porque al parecer, Caroline pensó que estaba totalmente trastornada.
Eliza siguió con lo suyo, delineando sus ojos con un bastoncillo y pintura negra. Parecía una tontería, pero aquella rutina la calmaba y la hacía sentirse mucho mejor. Al ver el resultado, Eliza asintió. Había escogido tonos marrones para las sombras, recreando uno de los maquillajes que se solía hacer para pasar las noches con Jan. Sí, era una tontería, pero aquellas pequeñas cosas se sentían bien.
Cuando por fin terminó Caroline de reprenderla y de retorcerle el cabello en un moño apretado, Eliza se levantó y fue a la habitación de Nathaniel para ver si ya estaba vestido. No lo estaba.
El niño estaba sentado en la cama, medio dormido, descalzo y solo vestido con las calzas, los pantalones y la camisa sin atar. Eliza lo levantó y empezó a vestirlo en silencio. Nate cabeceaba de vez en cuando, porque no estaba acostumbrado a despertarse al alba. En medio de su somnolencia, y mientras Eliza terminaba de colocarle los zapatos, Nate susurró:
—¿Cuándo viene papá?
A Eliza le tembló el labio; continuó vistiendo al niño y cuando creyó que podría hablar sin que le temblara mucho la voz, habló.
—Cariño, ya sabes que papá no va a volver. Venga, ponte la chaqueta, que nos tenemos que marchar ya.
Le alisó el pelo rubio con las manos y volvió a su habitación, donde se encontraba todavía Caroline, con Jonathan en brazos.
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El legado de las ninfas
FantasiaNathaniel y Andra tendrán que sobrevivir en un mundo en el que es imposible esconderse de los cazadores. *** En un mundo convulso, Nathaniel tendrá que sortear los diferentes problemas que me sacudirán la vida de mano de su familia y de Andra, su es...