Capítulo 43: Planes y confesiones

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—¡Ese hombre es un cerdo mentiroso igual que su hermano! —exclamó Nate.

Andra había encontrado a su esposo golpeando el tronco de un árbol, totalmente fuera de sí. Lo había tenido que detener sujetándolo de la cintura para que no se hiciera más daño.

—Sé que estás enfadado, pero no puedes pagarlo con tu cuerpo.

—Me da igual, Andra. Me da igual todo ya. —Nate se dejó caer sobre la hierba con un suspiro. Se frotó los ojos durante unos segundos antes de alzar la mirada y fijarla en ella—. Durante meses he estado confiando en ese hombre, le he contado mis preocupaciones, lo que sentía respecto a mi padre... Le he contado todo y ahora me entero que ese hombre no solo es mi tío y lo sabía, sino que encima ha estado mintiéndome en la cara porque conocía perfectamente que era mi padre el que estaba detrás de todo. ¡Me siento tan estúpido!

Andra miró al hombre sin saber qué decir. Lo entendía, la verdad. No debía ser fácil averiguar que durante tanto tiempo había estado tan cerca y a la vez tan lejos de las respuestas que lo habían atormentado durante meses.

Se sentó a su lado en el suelo y casi de forma inmediata, Nate dejó caer la cabeza en su hombro. Andra lo abrazó con fuerza, y en seguida el hombre le rodeó la cintura con los brazos. Ella pensó que se pondría a llorar en cualquier momento, pero no fue así. La furia de Nate parecía haber desparecido, siendo sustituida por un gran cansancio. Andra sintió su respiración cada vez más pesada, así que decidió zarandearlo para que no se durmiera; ella también tenía sueño, pero ese no era el momento.

—Amor, vamos a volver dentro y que Horace nos responda a nuestras preguntas, ¿vale? —sugirió ella. Se empezó a levantar antes si quiera de que Nate contestara, por eso cuando el hombre le cogió la mano, estuvo a punto de caerse de culo—. ¿Qué ocurre?

—Quería preguntarte antes una cosa. —Andra asintió rápidamente—. Lo de la muerte de ese tal Isaiah... ¿Fue lo que llevó a tus abuelos a ser conocidos, verdad?

—Sí, fue su muerte. Te contaron la historia cuando estuvimos en Elru, ¿no? Bueno, pues fue entonces. Se enfrentaron contra él junto a su amiga, Tilly, y vencieron. Lo siento —añadió Andra con las mejillas rojas de vergüenza.

—¿Por qué?

—Bueno, acabas de descubrir que tu abuelo adoptivo fue asesinado por mis abuelos. Supongo que he sentido que debía disculparme.

Nate soltó una carcajada y segundos después se levantó, sacudiéndose la hierba y tierra de su ropa mugrienta. Después, se quedó contemplando a Andra con una mirada tierna, de esas que le echaba cuando la mirada creyendo que dormía cuando en realidad estaba despierta.

—No tienes que disculparte por nada, cariño. Si ese hombre fue la mitad de horrible de lo que contaron tus abuelos, se merecía morir una y mil veces más. —El silencio los embargó y se quedaron mirándose a los ojos fijamente, con los dedos ligeramente entrelazados. El pulgar de Nate frotaba con dulzura el dorso de su mano.

Se habrían quedado así un rato más, pero no podían. Al final, por mucho que le doliese, Andra tuvo que romper aquel momento. Se separó de su marido y carraspeó para decir:

—Deberíamos volver adentro. Hace frío y Horace querrá seguir hablando contigo.

Nate asintió, pero no dejó que se marchase todavía. Le colocó las manos en la cintura y lo atrajo hacia él. Pasó los dedos por su vientre, sintiendo el bulto que se escondía debajo de su falda.

—¿Estáis bien? —le preguntó Nate repentinamente serio. Andra asintió y le aseguró que sí. No mentía, porque hacía días que se volvía a encontrar perfectamente—. Entremos, no quiero que te enfríes.

El legado de las ninfasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora