14. Caóticos

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Caóticos

Zeph

Las mañanas en casa de los Lake, o sea la mía, son sinónimo de caos.

El mismo ciclo, como si fuera el de nacer, crecer, reproducirse y morir, se repite cada vez que sale el sol, sin importar que día de la semana sea. Ni siquiera en un feriado hay paz.

Todo comienza cuando Rabi, el menor de mis hermanos, de siete meses, comienza a llorar antes de que suenen todas y cada una de las alarmas que están programadas a lo ancho, largo y profundo de la casa. Incluso durmiendo en el cuarto de mis padres, en el primer piso, los ruidos molestos del bebé llegan hasta Kai, que por unos metros no descansa en el ático. Él tiene siete años y cuando ya no puede seguir durmiendo – o se le imposibilita hacerlo –, baja fastidiado sus escaleras haciendo que Aidan, el mayor de todos, y yo nos despertemos, ya que la entrada y salida de su cuarto no está menos que dentro de nuestra habitación compartida.

Él y yo, tras la salida del gnomo al pasillo de la segunda planta para ir al baño, nos miramos y no tardamos más que unos pocos segundos en movernos sincrónicos: ambos nos llevamos las manos a la cara con agotamiento cuando oímos los gritos provenientes del final del corredor.

—Son insoportables — farfulla Naia, la tercera, una vez que sale lista de su habitación, con la visera de su gorra hacia atrás y la mochila del instituto en sus hombros. Nos saluda con un golpe de puños a Aidan y a mí, que miramos como Kai y las gemelas, Alaska y Akina, de catorce, se pelean por el sanitario: él, porque quiere vaciar su vejiga; ellas, porque quieren maquillarse para ir a clases, como si eso fuera un requisito para poder entrar a cursar.

—Mejor usaré el de abajo — reflexiona el primer heredero de los Lake, analizando como se le será imposible conseguir una ducha a tiempo si sigue esperando que la cuarta, la quinta y el sexto de la familia dejen de pelear, y vuelve a ingresar a las cuatro paredes que nos pertenecen.

Es así como, una media hora después, las nueve personas que vivimos bajo el mismo techo nos encontramos reunidas alrededor de la mesa del comedor que, automáticamente, se convierte en desastre. Yo, por costumbre y experiencia, me alejo de la escena con mi taza de café negro en mano hasta llegar al mesón del medio de la cocina y apoyar la parte baja de mi espalda ahí, quedando de frente a la imagen de nuestra heladera, poblada de horarios, dibujos sin sentidos y recordatorios ya pasados.

También está el calendario. Los diversos redondeles de múltiples colores que marcan casi todas las fechas que están a la vista significan algo diferente: naranja, los partidos de basquetball de Naia; rojo, los exámenes de Aidan; rosa, los días que las gemelas asisten a ballet; azul, las fechas de vacunación de Rabi; verde, los días que papá viaja por trabajo. Hay unos pocos en amarillo y celeste, que son los que nos pertenecen a Kai y a mí respectivamente, sin embargo, hay uno en particular que yo marqué muy fuerte, sin siquiera dejar algo de espacio para que alguno más lo señalara para lo suyo.

Viernes 22. Es la fecha del baile de primavera.

Dándole un sorbo a mi bebida ya no tan caliente como me gustaría y aparentando calma para los demás, mi cabeza se vuelve un lío como son las mañanas en casa cuando me doy cuenta que solo me quedan algo de quince días, más o menos, para invitar a Breena al baile.

Invitación a volarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora