20 | Sempiterno

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CONRAD.

Siempre pensé que confesarme ante Mía sería equiparable a hacer slackline, con la cinta representando el camino entre el punto de partida y el final, solo que no todos los finales eran felices. En las películas existían finales tan agrios que, como todo buen crítico de cine no estudiado, podía odiar o amar dependiendo de si la historia lo ameritaba.

No saber si Mía y yo tendríamos un buen final, era algo que me dejaba al borde de mi asiento.

La noche después de mi fracasada confesión fue toda una prueba. Un pedazo de mí se aliviaba de que ella supiera al menos sobre la punta del iceberg, y el otro no fue capaz de pegar un ojo. ¿Debía llamarla o era mejor que le diera su tiempo para procesarlo? Yo también tenía información que masticar y tragar, aunque el sabor me disgustara y desease escupirlo.

Las maldiciones en español se me habían agotado, ahora tendría que buscar en ruso o algún otro idioma que mantuviera mi cabeza ocupada para no pensar en el maldito hecho de que mi amiga (porque sí, Elda me consideraba su amigo y el sentimiento era mutuo) y mi novia en ese entonces fallecieron, no a causa de ir a visitar a Mía, sino que irían a verme... a mí... a mi banda... por primera vez en un concierto que podíamos llamar nuestro. Y yo no me culpaba, pues ni en mis más locas ideas creí que llevarían a alguien con una salud delicada a un sitio donde decenas de personas gritarían y brincarían de un lado al otro. Sin embargo, no era capaz de reprochar a sus espíritus por hacerlo, menos a Mía. En el hospital ella no tomaba un descanso, repetía que había sido su culpa pero fui ajeno al porqué.

No había retorno.

De haber sido consciente de sus intenciones, de ningún modo les hubiese permitido subirse a ese coche.

Yo estuve guardando mis sentimientos hacia Mía durante años, en comparación con el secreto que ella cuidaba, era insignificante. Saber qué pensaba ella en relación a todo lo que le dije en mi habitación me traía inquieto, tal vez demasiado.

Me balanceé sobre mis talones, mordiendo mis uñas hasta casi dejar únicamente la cutícula.

—¿Quieres orinar antes de subir al escenario o te aguantas? —la pregunta sin rodeos vino por parte de Karl, el hombre con una ligera obsesión por el majestuoso universo, a tal punto de tatuarse una constelación en el centro de la frente. Los rumores decían que se hizo el tatuaje estando ebrio. También era solo el baterista de The Perfect Storm.

Faltaba poco menos de media hora para que el show iniciara, detrás del escenario se oía el estallido de voces; público y familias en su mayoría, a pesar de la insistencia no logré que mis padres me acompañaran en uno de los momentos más trascendentales de mi corta existencia. Papá no necesitaba excusas creíbles para tapar la realidad de que no me apoyaría, ni aunque me viese pidiéndoselo de rodillas y dejando mi dignidad en la basura. Mamá no concordaba con mi padre, ella me apoyaba a la lejanía, pues no buscaba contradecirlo en voz alta.

Para mamá, su esposo e hijo eran su mundo entero y no podría soportar que este se destruyera. Era el pegamento que nos mantenía unidos.

—No quiero ir al baño.

—¿Entonces por qué no te quedas quieto? Me pones nervioso. Hace alrededor de dos horas que estás comportándote raro.

—Mis cálculos señalan que justo ahora son treinta y cuatro minutos con quince segundos. —Newton nos mostró su reloj—. Dieciséis, diecisiete, dieciocho...

Newton, rata de laboratorio de día, tecladista de noche. Crecimos en el mismo vecindario, no lo recordaba pero, posiblemente, fue uno de los que presenció mi caída de la bicicleta. El mejor en la clase, notas sobresalientes y un futuro tan brillante como el marco de sus anteojos cuando lo pulía. De entre todas las personas que había cruzado en mi vida, Newton era al que menos esperaba encontrar en la prueba de ingreso a la banda, un par de años en el pasado.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora