MÍA.
Lo único comparable a la relación con mi madre, era la relación con mi cuerpo. Un juego disfuncional que marcaba mi derrota tres de cada dos veces y que, ante mis reiteradas caídas, me encontraba conmigo misma siendo mi propia contrincante. Antes me paraba derecha; con los hombros a la altura de las caderas, ahora parecía El jorobado de Notre Dame. Sonreía, y no únicamente para hacerme creer que era feliz, sino porque me apetecía hacerlo. Tenía seguridad, mi voz interior decía «soy capaz» y opacaba a la que aseguraba que no podía, que era insignificante.
Desde el accidente hubieron cambios, ya no era la misma y tenía miedo de que esa versión de mí se quedara atrapada en el pasado.
Hasta hacía no mucho, me ocultaba bajo las sábanas para saciar mis vacíos sentimentales con las golosinas más empalagosas que encontraba en el supermercado y las sobras de pizza fría en la madrugada. Entonces, decidí parar todo y empezar de cero conmigo. Empecé a buscar recetas sencillas y rápidas de preparar, pero que fuesen saludables; a beber más agua y menos refrescos; y a darme mis permitidos de helado solo de vez en cuando. Con el tiempo fui aprendiendo a tratar mejor mi cuerpo, la única casa de la que no podría escapar nunca. La reprobación de mamá al aumento repentino de peso se hizo frecuente, si bien había convivido con todo tipo de comentarios destructivos desde que tenía uso de razón, el tema central cambió y pasó a ser mi físico y cuánto lo descuidaba.
Lo tomé con calma, hasta que un día dejé de tolerarlo.
Cinco meses atrás sucedió el quiebre, era su cumpleaños número cuarenta y cuatro, quería celebrarlo por lo alto. Las invitaciones llegaron hasta Los Ángeles, donde vivían la mayoría de sus amigas por conveniencia. Sabía que le traerían regalos caros, de esos que ella amaba más que a nada. Yo no estaba lista ni física ni psicológicamente para atender una fiesta, pero no le importó, así que eligió un vestido negro que me haría lucir delgada, llamó a su maquilladora de confianza para que anulara las marcas rojizas del acné concentrado en mi barbilla. No pude reconocerme, me detuve frente a un espejo y no me veía. Yo no era ese vestido, ni ese maquillaje cargado, tampoco las ondas en el cabello.
Ella tenía vergüenza de mí. Le enfadaba que mi transformación no fue lo que esperaba, porque no me convertí en una mini Marcie, sino que en una versión desanimada y cabizbaja que no lograba asimilar que la vida continuaba con o sin sus amigas. No creo que ella haya entendido lo grave de la situación, no era como perder un pendiente en un baño público, o dejar insatisfecho a uno de sus clientes porque no le convenció el papel tapiz que eligió para la oficina. Cuando se trataba de sentimientos reales, ella desaparecía y quedaba la fría empresaria. Más aún le avergonzaba presentarme a sus amigas que no había visto en diez años.
Busqué en mi armario, pero Susan (una de las mujeres de servicio doméstico) dijo que toda mi ropa estaba en la tintorería, incluso los pijamas, no me quedó remedio más que bajar a la sala donde había un mundo de gente que desconocía. Algunas mujeres se acercaron a decirme cuánto había crecido y que me cargaron en brazos siendo una bebé, observaban mi reacción, como si creyeran que yo lo recordaría. De pronto, llegó la anfitriona para alegrarme la noche, llena de preguntas retóricas y sarcasmo cubierto de halagos hipócritas. Ya no tenía muy en claro qué fue exactamente lo que dijo, pero sí recordaba el esfuerzo que hice en contener el llanto, tragar el infernal nudo en mi garganta y pensar en que otra persona vivía una situación mucho peor que la mía.
Olvidé que mis sentimientos importaban, porque me preocupaba más agradarle a mamá que estar bien.
Clavar mis uñas en las palmas de mis manos fue el máximo atentado que me animé a llevar a cabo en mi contra, lo hice porque sentí que lo merecía, por no luchar lo suficiente. Porque romper una porción de mí era mejor que destruir los cuadros esparcidos en las paredes; el espejo en el que me había estado viendo con inseguridades en los ojos; o eliminar las fotografías en las que sonreía como si el mundo no estuviera lleno de problemas.
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Si las estrellas mueren [✔]
Jugendliteratur"Quisiera no haberme despedido entre gritos, y que ese no hubiera sido nuestro último adiós". Último año escolar. Mía enfrenta un futuro inminente que avanza rápidamente y amenaza con llevarse todo a su paso, si no logra liberarse del peso del pasad...