02 | El mensaje en el mural

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MÍA.

Me pareció que los ojos azules del chico tomaron un tono más oscuro en cuanto me vieron. Allí, desarreglado como si hubiese corrido una maratón en los pasillos para llegar a tiempo a la clase del profesor cascarrabias, luciendo una camiseta negra cubierta por una chaqueta del mismo color y unas botas con tachas similares a las que tenía en mi armario, se encontraba un chico de pie. Las comisuras de sus labios se curvaron en una sonrisa.

—¿Por qué? —solté sin meditarlo.

¿Por qué querría entrar conmigo? Para mí fue lo mejor oír que debía entrar acompañada, era un motivo más para dejar dinero en la caja de recaudación e irme a por un helado de vainilla, pero tuvo que llegar él para arruinar mis planes.

Se encogió de hombros con simpleza.

—También vine solo.

Sus ojos buscaron los míos y, cuando dieron con ellos, un escalofrío recorrió mi espalda. Desconocía el motivo, pero había algo en la forma en que me miraba fijamente, sin intenciones de mirar cualquier otra cosa en la habitación. El chico se apartó el mechón de cabello que le caía en la cara, en un gesto que lo hacía ver nervioso, aunque con una ceja alzada aparentó seguridad.

—¿Qué colores querrán? —dijo la rubia, pinchando la burbuja de dos desconocidos encontrándose por primera vez, y volvió la atención a ella.

—¿Cuáles hay disponibles? —preguntó él, mientras sacaba un billete de su bolsillo trasero, ahora intercambiando miradas entre la chica y yo.

—Verde esmeralda, verde agua, verde menta, verde militar...

—Una gran variedad de verde —murmuré con un tono de ironía, cruzando los brazos frente a mi pecho. Me di cuenta de que él también lo estaba haciendo, entonces, en un acto que podría haberse visto estúpido, bajé los brazos de inmediato.

La poca distancia entre nosotros hizo que llegara a oírme, le di crédito a mi comentario por su amago de sonrisa. Por otro lado, a la chica no le cayó tan en gracia, a menos que la cara de pocos amigos y una mirada de disgusto fuesen habituales en ella.

—Son los que han quedado —dijo tajante.

—Bien, dame el verde —me rendí, volcando los ojos y dándole el billete que ella no demoró en tomar.

Fue cuando la expresión amargada le cambió a una mucho más motivada a seguir atendiéndome, aunque fuese una pésima clienta.

Se acercó a la mesa repleta de pequeñas latas con el nombre del color en su etiqueta. Le entregó los billetes a la mujer de baja estatura que apenas sí se veía detrás de las latas apiladas una sobre la otra, cual pirámides de Egipto, y ésta lo guardó en la caja de madera decorada con brillantina simulando ser estrellas.

—¿Cuál? —me preguntó acomodando su falda acampanada.

—El verde.

Me miró extrañada, como si mis palabras la confundieran. Sujetó el primer tarro que encontró para luego extenderlo en mi dirección. Lo tomé, observando la etiqueta minuciosamente mientras el chico recibía el suyo.

—No, no era éste —la molesté un poco.

—Era el otro verde —se unió el sujeto, dejándome congelada en mi lugar por haberlo hecho. Algo similar a la diversión brillaba en sus ojos.

Pensé en que, definitivamente, hubiese sido el tipo de chico en el que Hanna se habría fijado y que Elda hubiese evitado, solo porque ella era así; siempre fijándose en personajes literarios, nunca en personas de la vida real. Sentí mi estómago revuelto.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora