23 | Despedida

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MÍA.

El pastel de manzana y ciruela amenazaba con trepar por mi garganta y ensuciar el interior del carro, cuando Levi giraba en las curvas durante nuestro camino de regreso a casa.

Hacía mucho que no iba a visitar a mis abuelos paternos, esconderme detrás de la excusa de la falta de tiempo se me figuraba como un insulto. El trayecto apenas superaba la media hora. En determinadas ocasiones, se tornaba pesado contar la arboleda y apreciar el paisaje natural al otro lado de la ventanilla. Un árbol, otro árbol y otro más.

—¿Cómo la has pasado?

—Fantástico. Tus abuelos son agradables —dijo, sin ocultar la sonrisa—. Me recuerdan a los míos, ¿sabes?

—¿Ella ama con pasión las telenovelas y lo convenció a él para inscribirse juntos a clases de repostería?

—Parecido, pero su pasatiempo implicaba agujas y ovillos de lana.

—¿Hace cuánto no los visitas?

—Es un tanto complicado visitar a los muertos.

Me detuve en seco.

—Oh... ¿Ambos? —articulé con todo el tacto que pude transmitir en mi tono.

De manera automática la plática me remontó a la que tuve con mi madre, no a las horas pasadas, sino a la del año anterior, cuando las madres de Hanna y Elda marcaron a mi móvil luego del accidente. Mi corazón detuvo sus latidos, sentí que era yo quien moría en lugar de ellas, o por ellas. Me comuniqué con Conrad, aún no estaba segura de cómo, pues mis dedos tiritaban furiosos, y él prometió que todo estaría bien, que los médicos las salvarían y que en unos meses nos reuniríamos para celebrar que sobrevivieron a la muerte.

Los meses pasaron y ellas no volvieron.

Tal vez Dios no escuchó mis oraciones, o no fueron suficientes para él.

Nos encontramos en la sala de espera del hospital. Frente a sus madres y la mía, admití que era mi culpa haberlas impulsado a ir al concierto, para ese momento Conrad había ido a buscar café para todos, exceptuando a la madre de Hanna, quien dejaría un hueco en el suelo de todas las idas y venidas en su caminata sin fin. Sus facciones se endurecieron, suspendió sus pasos y me regaló la mirada de rencor más intensa que me habían concedido jamás.

Días más tarde, me paré frente a su casa y le pedí disculpas.

—Vete, Mía —la seriedad con la que habló me congeló los huesos—. No intentes regresar, porque ni mi esposo ni yo permitiremos que saludes las cenizas de nuestra hija. Si tan solo hubieras pensado con la mente en frío... —tragó saliva—. Ella tenía un futuro brillante, y tú lo estropeaste.

La decisión de cremar su cuerpo fue tomada por la madre de Hanna, aunque mi amiga tenía la chiflada idea de que sus restos convertidos en diamantes pasarían de generación en generación, como una leyenda urbana o una reliquia familiar. En secreto, sospechaba que no quería ser olvidada. Así como Elda me encomendó su deseo de ir al concierto de Conrad, para Hanna hacerse un tatuaje era la primero en su lista de cosas por hacer a los dieciocho años.

Vie éternelle.

—¿Vida eterna? ¿Eso te tatuarás, Hanna? ¿Tu madre lo sabe?

No y no tiene que saberlo, me mataría si llegara a casa con un tatuaje. ¿Recuerdas qué ocurrió con el piercing falso?

Creyó que te habías unido a una banda en la prisión.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora