24 | F i n a l

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MÍA.

Cerré la puerta detrás de mí, sintiéndome como una completa y absoluta idiota.

Treinta minutos antes.

Los días transcurrieron sin más; unos tras otros y yo solo veía cómo pasaban en el calendario. Los exámenes me tenían con la nariz pegada a los libros, por lo cual aún no había podido tomar el manuscrito de Levi para echarle un vistazo. Supe desde un principio que iba a ser todo un reto terminarlo en menos de una semana, puesto que luego debía regresárselo, así él se lo enviaría por correo a la Universidad de Londres.

Antes de perder la cordura, respiré hondo y estructuré mi itinerario, situando lo primordial en el inicio y lo que podía esperar recién hasta el final.

Cuando mi pequeña burbuja estalló, me tropecé con el mundo real: uno en el que el reloj no estaba a mi favor. No alcanzaría a leer el manuscrito a tiempo, de otra forma estropearía los planes de Levi. Así que, a donde fuera, cargaba con el montón de hojas dentro de mi bolso, cuidando de no generarle pliegues o manchas, por si en una de esas locas circunstancias de la vida nos topábamos en la calle y yo le explicaría por qué no había logrado acabarlo, o empezar siquiera.

Cada mañana me enviaba mensajes preguntando muy ansioso qué opinaba de la narración, y yo moría de vergüenza al no abrir su chat, dejando que las notificaciones se acumularan.

Muy temprano, cerca de las 8 a. m., recibí un mensaje de mi psicóloga en el cual resumía las razones del cambio en el sitio donde, habitualmente, llevábamos a cabo las sesiones. Ladrones quebrantaron la cerradura del edificio, la policía todavía no daba una cifra certera de cuántos fueron, pero se estimaba que entre dos y cuatro, en virtud del daño producido. Dos vigilaban, uno forzaba la cerradura y el otro se quedaba en el carro, preparado para el momento de huir. La policía dijo que se consideraba zona de riesgo hasta que concluyeran la investigación y enviaran al cerrajero.

Adjuntó la dirección, no me sonaba de nada, por lo tanto, temiendo que la mujer hubiera olvidado su móvil en algún cajón de su oficina y que éste haya sido robado por igual, se la reenvié a Conrad. Mejor prevenir que lamentar, decían.

Llegada la hora, tomé el primer autobús y poco después emprendí el camino hacia la vivienda. El crujir de las hojas bajo mis pies mientras avanzaba en dirección a la entrada, con más dudas que certezas de lo que me esperaría allí dentro, era uno de los pocos sonidos presentes. No iba a mentir pretendiendo que el hecho de que mi psicóloga casi no tuviera vecinos no se me hacía inquietante. El hogar se alzaba ante mis ojos; las maderas alargadas del exterior eran de un gris pálido y las ventanas estaban cubiertas por cortinas del mismo verde jade que la puerta. La naturaleza habitaba en los pinos rodeando la propiedad. Subí los escalones del porche, con las manos en los acogedores bolsillos de mi sudadera.

El sonido del timbre llegó a mis oídos. Sin demoras, el rostro familiar y sereno de la psicóloga apareció para darme la bienvenida. Me invitó a pasar. La sala era similar a las que mamá denominaba "rústicas": muchos muebles de madera. Su oficina quedaba en el segundo piso.

—Sé que no es lo convencional, pero algunas situaciones tienden a descolocarnos en cierta medida, ¿no crees? —preguntó, abriendo la puerta del despacho para mí.

Asentí, ofreciéndole una sonrisa de labios sellados. Crucé el umbral y el aire abrasador de la calefacción me puso los vellos de punta, mis extremidades se sacudieron sin cuidado en un escalofrío. Ambas tomamos asiento en los sillones que combinaban con su cabello chocolate. Sepultando la vista en un cuadro sobre el escritorio, en la fotografía de dos pequeños y una mujer: deduje que era ella de joven y que ellos eran sus hijos. La niña sonreía y sus ojos se iluminaban, el niño, en cambio, daba la impresión de estar enojado, cansado o triste, una de las tres opciones.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora