14 | Feliz no-cumpleaños

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MÍA.

"En memoria de Hanna Brown y Elda O'Kelly a un año de haber volado alto, tan alto hasta alcanzar las estrellas". Rezaba la oración tallada en los cuadros de madera blanca, ubicados sobre una mesa alargada en la cual había una amplia variedad de bocadillos. La expresión serena en el rostro de Elda iba en dirección opuesta a la felicidad resplandeciente acaparando el de Hanna.

Un frío demoledor recorrió cada centímetro de mi espina dorsal. Mis brazos cayeron entumecidos a mis costados, haciéndole compañía a mis párpados que amenazaban con cerrarse. Agradecí para mis adentros que las gafas se mantuvieran intactas en su sitio. Imágenes con sabor a recuerdos llenaron mi cerebro.

Mi abuela solía decir que las personas nunca morirían si sus recuerdos se guardaban en un rincón cálido de nuestro corazón. Que solo aquel que estuviese dispuesto a correr bajo la lluvia obtendría la recompensa y no con un arcoiris, sino con amigos que harían de la vida un trayecto menos solitario.

A mis diecisiete años había atravesado tres lluvias; la muerte de mi padre —dolorosa pero sobraba repetir mi edad en ese entonces—, me atrevía a asegurar que su ausencia era más real ahora que el baile de graduación estaba a la vuelta de la esquina; luego llegó una en la que se sumó un ventarrón despiadado cuando me enteré de que una de mis mejores amigas tenía cáncer. Elda era su nombre. Nunca pensé que una palabra pudiera causar tanta angustia, pero hablar de ella en pasado era como si alguien me estuviera estrangulando.

El aire no llegaba a mis pulmones.

Mi abuela decía muchas cosas, algunas más locas que otras, algunas más sabias que otras y algunas más dolorosas que otras. Recuerdo que era una apasionada de la cocina, pero nunca me compartió la receta para disfrutar de la vida y hacer que cada momento valiera la pena. Lo triste era que las personas morían en un pestañeo, los recuerdos se distorsionaban y el corazón era un órgano muscular incapaz de ser reconstruido untando capas de pegamento sobre las cicatrices. Requería un proceso de sanación, quizás tardaba días o años, o tal vez nunca sanaba por completo.

Al corazón uno debía cuidarlo para no tener que repararlo, pero algunas cosas estaban fuera de control.

Cuando pasé tiempo sin la única persona que me quería más que yo misma, también pensé mucho en mí, tal cual dijo Conrad. Pensé en mí después de meses sin hacerlo y me sentí egoísta, no porque tuviera la obligación de poner como prioridad a mi madre o los sentimientos de cualquier otra persona, sino porque estaba siendo egoísta conmigo misma al dejarme estar en el fondo del pozo sin aceptar la mano de nadie.

Mi amigo me insistió hasta el cansancio que la falta de sueño se me notaba en las enormes ojeras que cargaba, que me refugiaba en la comida y eso no era sano, claro que lo dijo mucho más sutil y compasivo que cuando fue el turno de mamá de abrir mis ojos a una realidad en la cual estaba comiendo hasta un limón juntando hongos en el refrigerador. No estaba para nada bien, de hecho seguía sin estarlo, pero había dado un enorme paso en la dirección correcta y gracias a Amelia, la psicóloga que me había tenido paciencia en aquellas consultas con respuestas cortas por mi parte, veía la luz al final del túnel y rogaba que no fuese las de un camión.

Conrad aún no sabía sobre ese pequeño detalle, el motivo por el cual le cancelaba cada vez que me invitaba a verlo ensayar con su banda en su garaje. Era algo que elegía reservar para mí. Me sentía segura con que solo una persona en mi entorno lo supiera y esa era yo... Y mamá, claro, porque a fin de cuentas ella pagaba todo.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó un Levi confundido hasta la médula, mirando el jardín decorado a base de flores naturales, una fuente antigua y personas vestidas de manera formal.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora