LEVI.
—Comprendo, Mía. Ahora dime, por favor, ¿piensas que hay alguna posibilidad de que algo, no importa qué sea, atormente a tu madre y que ese sea el motivo por el cual se comporta de esta forma contigo? Recuerda que no hay respuestas incorrectas.
La voz de mi madre estaba cargada de dulzor, algo así como un kilogramo de azúcar tradicional y líquida, ya sabes, aquella que las personas compraban en la tienda para decir con el pecho inflado de falso orgullo: "Yo no consumo azúcar", como si con ese logro se ganaran el cielo y la orquesta de ángeles aburridos, pero todos sabíamos la ironía detrás.
Mía... ¿Qué decir de ella? Fue una de las tantas pacientes de mi madre en su reciente empleo, aquel por el cual nos mudamos a Skytown. En realidad ese nombre se había agregado a la lista de cosas que acaparaban las horas de mamá desde hacía un par de semanas, no obstante, nunca hubo un solo día en que dejé de escucharlo a partir de esa tarde lluviosa y de nubes oscuras, como casi todos los días en la ciudad.
Siendo toda una buena profesional, mi madre tenía prohibido contar cualquier mínimo detalle acerca de sus pacientes, pero eso no quería decir que yo no pudiese irrumpir en su oficina en casa, sentarme en el sofá y fingir que escuchaba música cuando la verdad era que le prestaba suma atención a sus conversaciones.
Cuando la lluvia mojaba las calles sin medir el tiempo, mamá solía hacer videollamada con Mía, o con quien tuviese turno en ese momento pero que por culpa de las dificultades del clima se veía obligada a quedarse en casa. Recuerdo que todo inició un lunes y que era de tarde, y en especial recuerdo que no estuvo exento de chaparrones.
A lo largo del último mes había oído el nombre de Mía hasta el cansancio; que llegaría tarde a la consulta con Mía; que no podía ir a la reunión de padres en mi preparatoria porque Mía la necesitaba; que Mía la había llamado pidiendo perdón por no haber ido a su consultorio.
Mía, Mía y Mía.
A mí solo me quedaba preguntarme ¿qué pasaba en su vida? ¿Por qué parecía necesitar ir al psicólogo como el aire para respirar o de otra forma moriría?
Recostado en el sofá marrón mientras jugaba con un pequeño balón de baloncesto entre mis manos, me concentré en espiar la charla. Únicamente era capaz de oír la parte de mamá, puesto que no era ingenua y usaba auriculares. De pronto, ella dejó de hablar. No podía verla, mas hubiese colocado sobre la mesa de apuestas mi preciado libro autografiado por John Green a que estaba arrugando el ceño.
—... Oh, claro, Mía. Recuerda que la próxima es el... —Se quedó con las palabras en la boca.
Aprovechando el silencio, giré despacio mi cabeza para verla mientras ella le echaba una mirada de sorpresa a la pantalla de su ordenador. ¿Acaso la chica le había cortado? La respuesta fue un rotundo sí. Antes de que alzara la vista y me encontrase arruinando mi papel de espía no certificado, volví a girarme y quedar en la posición anterior con expresión neutra, una que reflejaba que no me había enterado de absolutamente nada.
Murmuró algo inaudible. Sentí sus pasos aproximarse, cuando se detuvo a mi costado clavó sus ojos en mí a la vez que se cruzaba de brazos, yo me limité a seguir jugando con el balón naranja como si se tratara de la actividad más emocionante que había hecho en décadas.
—Levi, sabes que no puedes estar aquí. Ya te lo advertí, no una ni dos ni tres veces, sino que siete...
—¡No te oigo! —le hice saber, apuntando a los auriculares que tenía puestos mientras alzaba los cables negros para que la mentira fuese creíble.
Soltó un suspiro de aquellos que las madres y cualquier persona en el universo lanzaría si estuviese harto de algo o de alguien. De un momento a otro estiró la mano y me quitó los aparatos de los oídos. Me di cuenta de que perdía la paciencia, aunque lo disimuló cuando dijo:
—Voy a preparar el almuerzo. No toques nada —aseveró, encaminándose a la salida y dejando el enredo de cables en un mueble junto a la puerta—. Lo digo en serio.
—¿Ni siquiera puedo tocar el aire?
—No, tampoco.
Sonreí y cuando se marchó aguardé unos segundos para poner manos a la obra. Con el área despejada, sin una madre que pudiese descubrirme, existían dos opciones: a) Ser un hijo ejemplar que respetaba lo que acababan de ordenarme, b) Llevar a cabo el plan en el que desperdicié tiempo e ideas.
Me levanté del sofá y fui directo a cerrar la puerta. El siguiente movimiento en la lista era escabullirme hasta el ordenador. Miré fijamente la pantalla apagada, sin dudarlo presioné el botón de "encender", un sonido agudo me recibió.
—Computadora tonta y ruidosa.
Consulté mi relój y volví a mirar la pantalla. Las contraseñas favoritas de mamá solían ser mi nombre o, en su defecto, el de mi hermana menor además de nuestras fechas de nacimiento. Tecleé letra por letra una combinación de ambos al instante en que apareció el letrero que me lo pedía y...
—¿Error? —dije al mismo tiempo que me vibraba el móvil en el bolsillo.
Vamos, debía ser una broma. ¿Había cambiado las contraseñas?
Pretendí ignorar los nervios que me provocaba estar en aquella situación. No estaba saliendo de acuerdo a lo planeado y eso me enfermaba. Acerqué el teléfono a mi oreja.
—¿Y? ¿Ya lo tienes?
—No, Dalmata, aún no.
Mi hermana bufó.
—Apresurate, estoy con mamá y no tardará en enviarme a cortar una cebolla, sabes cuánto detesto llorar. ¿Cuál es el problema?
—La contraseña.
—¿Ya has intentado con nuestros...?
—Sí —la interrumpí— y te alegrará saber que ya no somos sus favoritos. ¿Tienes alguna alternativa? ¿Color favorito? ¿Un código, quizá?
Nos quedamos en silencio unos segundos, mis pensamientos volaban en mi cabeza y chocaban entre ellos.
—El orden —anunció de la nada.
—¿Eh?
—Inténtalo al revés: si escribiste primero tu nombre ahora escríbelo al final.
Mi parte egocéntrica se negó a creer que si cambiaba el orden me permitiría ingresar a los archivos, sin embargo, lo hice y frente a mis ojos aparecieron una infinidad de carpetas organizadas por fecha. Durante un instante quedé paralizado.
—¿Funcionó?
—Hum, no, no funcionó.
—Sí lo hizo —soltó una carcajada—. Cuéntame, ¿qué se siente ser el hijo olvidado? No vayas a llorar o...
—Adiós, Dalmata. —Le colgué para luego regresar el móvil a mi bolsillo.
Tecleé en el buscador el nombre del que tanto me interesaba descubrir su historia, hubo una única coincidencia. Una chica castaña, tan blanca como el papel y que no sonreía, en su rostro solo habitaba una mueca melancólica. No dudé de que era ella, era Mía.
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¡Feliz lunes!¿Cómo están? Yo muy contenta y sorprendida con el recibimiento que está teniendo el libro, y eso me motiva muchísimo. Así que, gracias por todo.
Como dije antes, van a haber tres narradores: Mía, Levi y Conrad.
Este es el capítulo 0, introducción, primer vistazo... realmente no sé cómo se le dice.
El próximo apartado va a ser un anuncio para los lectores fantasmas, pero si no son uno de ellos, también los invito a leerlo. Muchas gracias por estar, los necesitaba. 💙
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Si las estrellas mueren [✔]
Novela Juvenil"Quisiera no haberme despedido entre gritos, y que ese no hubiera sido nuestro último adiós". Último año escolar. Mía enfrenta un futuro inminente que avanza rápidamente y amenaza con llevarse todo a su paso, si no logra liberarse del peso del pasad...