07 | Demonios y confesiones

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MÍA.

Olvidé mencionar un punto importante en cuanto a mi vida y es que yo era niñera... de vez en cuando.

No lo consideraba un empleo oficial porque no tenía días ni horarios determinados, solo iba a cuidar a los engendros del demonio, alias los hijos de la amiga de mi madre, en ocasiones especiales. Y aquella noche, para mi desgracia, era una de esas.

—¡No, Ethan, deja tranquila a tu hermana! ¿Es que no puedes solo tomar este crayón y dibujar?

—Dibujaré su cara —dijo con hipo el niño de siete años. Él era el peor del dúo desatacaos.

¿Cuánta maldad podía caber en cuerpos así de diminutos?

La primera vez que me tocó cuidarlos fue por el mismo motivo: una gala para gente fundida en dinero. Aquel día Ethan vació un tarro de pegamento para dentadura postiza sobre la cabeza de su hermana, la pobre no hizo más que llorar por horas y horas hasta que se calmó... Hubiese sido increíble poder decir eso, pero la realidad era que ella sabía cómo ser otro demonio que atormentaba con sus llantos sin razón aparente y su don de destruir todo lo que tocaba.

En aquella ocasión no se limitó a llorar y patalear, sino que incluso le agregó un ingrediente más a la preparación titulada: ¿Cómo hacer que Mía pierda los estribos en un simple paso? Así que ella tomó una tijera sin filo y amenazó a su hermano con que le cortaría un dedo, por supuesto que mediante gestos que debíamos traducir durante un buen rato, pues la pequeña apenas había cumplido la edad de tres años. Con toda la velocidad que tuve, corrí a quitarle la tijera por si se la clavaba en un ojo. No sería una tarea difícil imaginar quién terminó con varios moretones de tanto sujetarla para que no cumpliera con su propósito, o que se lastimase a sí misma por error.

Por ahora, si Ethan se limitaba a hacer un dibujo de su hermana, no habría problema.

—Muy bien, sí, dibuja lo que quieras mientras no...

Detestaba a los niños.

¿Quién en su sano juicio depositaría su confianza en esos niños que, supuestamente, serían el futuro de la sociedad? Conocía a alguien que no y esa era yo. Me repugnaba sonar como el señor Grayson, pero yo al menos estaba segura de no tener un futuro en el cual llevaría el mundo a la perdición si cayera en mis manos.

—¡Que no dibujes en su cara!

Al parecer, le faltó una palabra clave al anunciar lo que iba a hacer y aprovechó mi momento de falso alivio para ir corriendo directo a la niña con tal de rayonarla. Le envié órdenes a mis piernas de seguirlo a máxima velocidad por toda la sala. Mientras esquivaba los cojines que él arrojaba a modo de obstáculos, me repetía para mis adentros que en cuanto llegase su madre le pediría la renuncia, aunque no tuviese mucho sentido teniendo en cuenta que nunca me contrató de manera formal, haciendo que firmase un documento o algo por el estilo.

Mi lengua debía de estar molesta conmigo por las veces en que la mordí para acallar insultos y maldiciones. Hasta donde sabía, sus padres estaban en contra de insultar tanto frente a las demás personas como en su círculo familiar, por lo que, si la señora Sullen escuchaba a uno de sus hijos decir algo así como "mierda" o "jódete", estaría frita. Pero cuando mi pie dio contra la pata de una silla, fue el fin de mi paciencia.

Mis reflejos no estaban del todo entrenados, pero lo poco de lo que podía hacer alarde era gracias (y por culpa) de esos demonios.

Me abalancé sobre el niño. Lo sostuve por los hombros, evitando que hiciera cualquier movimiento que lo liberase. El tiempo estuvo a mi favor, si no la punta del crayón se hubiese estrellado en la frente que le pertenecía al dulce y angelical rostro de Arya, aunque lo único que tenía de angelical era eso.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora