10 | Sentimientos con sabor a café

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CONRAD.

Allí estaba Mía, luciendo la sonrisa que muy pocas veces le permitía al mundo apreciar; el cabello castaño que se oscurecía cuando estaba mojado y bajaba unos cuantos tonos si la luz le apuntaba, tenía un largo que apenas le llegaba a los hombros. Dos meses sin vernos y quizá ella pensó que no me daría cuenta de semejante cambio, no por ser un chico, sino porque conocía a Mía y ante ella me había ganado el título de la persona que menos atención le tomaba a los cambios.

Ella nunca supo que tres años atrás, en el baile de primavera, quise acercarme a decirle que las flores en su vestido le resaltaban sus ojos verdes. No siempre los tenía marrones, a veces dependía de donde uno los viese y, entonces, surgía ese tono tan extraño que solo podía pertenecerle a ella, a nadie más le luciría, al menos no de esa forma. Y probablemente jamás se enteraría de que yo me daba cuenta de cuando se le extraviaba el aro de la nariz por despistada, luego, o lo encontraba en el suelo, o lo daba por perdido.

El corte de cabello fue lo primero en lo que reparé al verla ingresar en la heladería aquel día, de hecho, me costó reconocerla de espaldas. Más tarde, pasé mi vista al tipo sentado delante de ella y al interés con que la observaba, y fue como una navaja haciendo presión en algún músculo en mi interior.

Durante mi estadía en California, lo único que ocupaba un espacio en mi mente era Mía. Eso antes de ir a dormir, porque en la mañana no me quedaba tiempo ni para pedir un respiro con el itinerario de recorridos a la ciudad que habían planeado mis tíos, y las reuniones con mi representante, mis amigos de la banda y los dueños de las disqueras que nos prometían el mundo o, en un caso muy diferente, nos echaban a patadas mientras se retorcían en risas porque según ellos éramos "unos inexpertos queriendo salir del lodo".

Que volviese a pensar en ella con esa intensidad, me iba a traer de regreso los fantasmas que habían quedado en el pasado.

—Te gusta —afirmó mi primo como si nada en medio de un partido en la PlayStation, en una tarde calurosa.

—¿Qué? Estás enfermo. Es mi mejor amiga, además...

—Sí, ya todos sabemos la razón por la que te niegas a aceptarlo, no hace falta que lo digas en voz alta. Solo admite que te gusta y ya.

Me quedé repasando lo que dijo, tanto así que perdí el hilo del juego. Ya no pude reconocer qué división en la pantalla me pertenecía y cuál era la suya, ni el uso correcto de los botones. Mi carro se estrelló al costado de la pista, se hizo una lata en peores condiciones que Mate, la grúa oxidada pero cómica de aquella película de autos que fuimos a ver con Mía la primera vez que la invité al cine.

Mi primo ganó haciendo trampa. A eso le llamaba traición.

—¡Cállate, mira lo que provocas! —Le lancé lo primero que encontré y resultó ser una almohada, la cual se estrello en el suelo porque él la supo esquivar agilmente.

Él era un obstinado empedernido que se pensaba que su verdad reinaba sobre las verdades del resto de los simples mortales. Aparte de creerse un viejo sabio por llevar años en una relación donde el diálogo era la fuente principal de la estabilidad, lo que sin dudas me parecía muy extraño si volvía al primer punto. Tal vez su novio era el que lo escuchaba y él el que dialogaba sin parar.

—Por suerte solo te aguantaré unas semanas y luego le diré «adiós» a tus estúpidos comentarios de mierda.

Alzó una ceja rubia perfectamente enmarcada.

—Viejo, bájale a los insultos que no van contigo. De mí podrás despedirte y estar tranquilo —Frotó sus manos, como lo hacían en el jardín de infantes cuando enseñaban a usar el agua y el jabón después de estar una hora jugando con tierra—, pero cuando la veas recordarás lo que estoy diciendo. No es la vida, es el karma, querido primo.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora