22 | Noche de paz

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MÍA.

Acción de gracias era el día por excelencia en que las familias y los amigos se reunían a deleitarse con un festín en agradecimiento a Dios. Debía, por reglas generales, machar de manera pacífica. Comer, rezar, amar, a pesar de que no estuviera conectado con la película.

Recordaba con un par de lagunas mentales a la celebración pasada, no estaba en mi mejor momento; me sentía muerta por dentro, sin razones para sonreír o hablar. La paradoja era que, de vez en cuando, el vacío regresaba para abarrotarme de dudas, tan irónico como sentirse acompañado por la soledad.

Algún motivo llevó a mi madre a invitar a sus tres amigas más cercanas y, como efecto colateral, a las hijas de estas.

—Zoe, pásame la sal. —Zaylor estiró la mano, apurando a la pobre de Zoe, que apenas conseguía mantenerse despierta tras haber pasado casi veinticuatro horas sin poder dormir, estudiando para los próximos exámenes—. Vamos, tortuga, date prisa.

—Se dice «por favor».

Terminó de ocupar el salero y se lo pasó, Zaylor lo recibió junto a una sonrisa autosuficiente.

—Sophia —la madre de Zaylor se dirigió con cierto enfado hacia la de Zoe—, dile a tu hija que se calme. Yo me encargo de enseñarle modales a la mía.

—Oh, por supuesto que lo haces. —La señora Sophia apartó la vista mientras limpiaba los restos de pavo que habían quedado en el borde de su boca, con cierto recelo.

Por su parte, todo lo que hacía mi madre era volcar los ojos y rogar al cielo que el par de hienas resolvieran sus conflictos en otro momento. El arreglo de calabazas doradas, repartidas a lo largo de la mesa con capacidad para ocho personas, se descompondría del aburrimiento, así como las Cosmos que pronto se marchitarían. Los platos de un blanco tan pulcro que el solo hecho de ensuciarlos con comida parecía un pecado, acompañaban la delicadeza de los cubiertos del mismo color que las calabazas y los detalles en las copas, mi madre se había servido vino unas cuatro veces en la suya, tal vez cinco.

La sonrisa que se deslizó como mantequilla en su boca produjo que las alarmas en mi cabeza sonaran.

—Damas, vean el lado bueno a sus realidades: están casadas con hombres que las adoran y tienen hijas preciosas que no se pasan el día completo deprimidas por lo que ocurrió hace más de un año. —Se encogió de hombros, restándole importancia, al tiempo que bebió otro sorbo—. Pasado pisado, ¿cierto?

Un puñado de algodón atoró el paso del oxígeno a mis pulmones.

La música de pronto cobró protagonismo en el comedor.

—¿Cómo eres capaz de decir semejante barbaridad, Marcie?

Mi madre y la de Zoe se miraron.

—¿Qué quieres decir? —simuló estar ofendida.

La señora Anya me interrogó, preguntando si estaba de acuerdo con que prosiguiera. No supe con seguridad qué diría, pero ya nada podría empeorar la noche.

—Muy bien, pongamos las cartas sobre la mesa —inició—. Las amigas de tu hija murieron, ¿sí? ¿Lo comprendes?

—Por supuesto que lo hago, no tengo cuatro años...

—... Oh, pero te aseguro, Marcie, que un niño tendría mucha más sensibilidad que tú porque, honestamente, pareciera que nada en lo que a los sentimientos de Mía respecta, te importa.

Sin inmutar gesto alguno en su rostro, mamá permaneció gozando del tinto, pese a ello, aprecié que sus dedos temblaron ligeramente al sostener el cristal cerca de su boca.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora