09 | La madre del siglo

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MÍA.

—¿Acaso este vestido no es espectacular? —el chillido deslumbrado de mi madre llegó hasta mis oídos.

¿El motivo? Un vestido largo repleto de diamantes de imitación que sostenía la vendedora de aquella tienda de ropa exclusiva, solo los que estaban dispuestos a pagar por el elevado precio se animaban a entrar. Por lo menos yo quería pensar que eran diamantes falsos, pero conocía a mi madre mejor de lo que me conocía ella a mí y sabía a la perfección que estaría dispuesta a pagar semejante dineral en algo que usaría una sola vez en su vida. Ya lo había hecho antes, en realidad, era su gusto culposo de cada mes.

—Es lindo. —Me escogí de hombros, cambiando mi peso de una pierna a la otra.

Llevaba una hora de pie, cada vez que amenazaba con sentarme en el sofá gris de la esquina, mamá me enseñaba otro vestido.

Mi comentario vago no le hizo ninguna gracia.

—¿Lindo? Cariño, me agradas, pero tienes tanta capacidad de ser asesora de moda como tu padre de no ser infiel.

No podía procesar lo que había dicho y sobre todo que se arriesgara a decirlo sin ningún tipo de tacto. En su cabeza definitivamente no cabía la diferencia entre rozar con sutileza la línea roja y cruzarla mientras calzaba sus sandalias de diseñador.

No tenía filtro.

Papá no era un hombre que engañaba... tanto. Negarlo era inútil puesto que yo misma fui el resultado de un acto de infidelidad hacia su primera esposa, con quien contrajo matrimonio mucho antes de conocer a mi madre. Pero la forma que se refería hacia él me desencajaba por completo. Frente a los ojos de la gente decía que su historia fue la de un amor inolvidable, luego procedía a resaltar sus errores. Todos éramos imperfectos y que ella dijera eso era similar a ver a un asesino juzgar a otro de su misma clase.

También era injusto, porque no tenía memorias de papá y no necesitaba que mi galería mental se llenara de cosas negativas respecto a él.

Mi cara debió reflejar mis pensamientos, ya que ella se acercó a mí y apretó mis mejillas.

—Lo lamento, Mía —soltó la disculpa menos honesta que me había tocado escuchar de su parte—. Sé que la moda no es tu segundo lenguaje, no aún, así que deja que te proponga algo.

—¿Qué?

Estando cerca noté que el final de su pestaña postiza estaba en proceso de despegarse, sin embargo, no se lo dije. Tal vez porque merecía hacer el ridículo frente a los demás adinerados que se paseaban por allí, subiendo y bajando de las escaleras mecánicas. Una falla en el maquillaje no era el fin del mundo, pero sí un bochorno para quien le bastaba tener las pestañas perfectamente acomodadas para cubrir una de sus tantas inseguridades.

—En frente hay una cafetería, espera allí hasta que termine.

—¿Y cuánto tiempo tardarás?

La pregunta estuvo de más.

Ella tardaba horas en elegir entre un brazalete plateado o dorado, incluso se empeñaba en que las sombras fueran a juego con el color humo de sus ojos. Siempre admiré el poder que tenía su mirada, con solo echarte un vistazo, casi imposible de ignorar, te analizaba y hacia sentir como un ser inferior. Puede que los disturbios en su infancia la convirtieron en la persona que era ahora: una mujer determinada a que se respetara cada letra de su nombre, pero muy seguido confundía el respeto con el miedo. Yo ya había pasado la etapa de respetarla, y cuando eso ocurría, no había vuelta atrás.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora