12 | Abrazos que curan

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*Alerta: es un capítulo narrado primero por Conrad y después por Mía.

CONRAD.

Detestaba ver a Mía tan destruida, con la mirada perdida y los ojos empañados por las lágrimas que deseé que fueran de felicidad, pero estaban hechas del más puro dolor que llevaba encima.

No podía decir que entendía por lo que estaba pasando, porque para eso debía entender la carga de tener una madre como la suya y, por suerte, la mía era comprensiva y asombrosa. Lo único que fui capaz de hacer fue ir a su casa y consolarla, esperar a que su corazón dejara de latir con furia mientras la sujetaba contra mi pecho. La abracé como si el mundo se estuviera acabando. Sequé sus lágrimas aunque fue en vano porque, por una que limpiaba, aparecían dos en su reemplazo.

Eso no era propio de Mía. No era el tipo de persona que reaccionaba con llanto ante cualquier cosa mínima que su madre le decía. Pero los comentarios hirientes no se perdían por más que se empujaban al fondo del baúl, lo contrario, se acumulaban hasta que el baúl se quedaba sin espacio.

Y diablos que ella había soportado tantas críticas de su parte, me sorprendió que no hubiera explotado antes.

Luego de lo que pasó con sus amigas —nuestras, en realidad— se volvió una roca en la cual ni siquiera se podía tallar, porque hasta cierto punto parecía que nada le afectaba, que todo le daba igual. Descuidó su salud, sus horas de sueño y lo peor de todo era que cuando parecía que regresaba a la normalidad, ella tropezaba una vez más. Estaba seguro de una cosa entre tantas incertidumbres: yo estaría allí, donde quiera que estuviese, para brindarle una mano. Aún así, no impediría la caída, porque terminaría ocurriendo de cualquier manera, retrasarlo no tenía sentido.

Se esforzaba demasiado en ocultarse como cobarde bajo la máscara de "no me importa" y "no puedo cambiar nada, ¿qué sentido tiene intentarlo?" A pesar de ciertas restricciones que tuve en el pasado por cierta persona que ya no estaba entre nosotros, conocía a Mía lo suficiente como para afirmar que algunas cosas le importaban... en exceso.

Fueron incontables las noches en las que me quedé sosteniendo su mano sin que su madre lo supiera, y más tarde me escapaba por su ventana. Contábamos historias vergonzosas, solo así conseguía sacarle una que otra sonrisa. Pero el momento de diversión no era nada más que eso: un momento, tan corto que si los segundos no existieran, no se contaría.

—¿La vida apesta?

Aquella pregunta trajo de regreso la conversación que tuvimos mientras caminábamos entre lápidas de personas que posiblemente cruzamos en la calle, centro comercial, o con las que nunca coincidimos. Recordé que en una lápida de forma ovalada y con un ramo de flores marchitas a su costado, distinguí bajo la fina capa de polvo una fecha que para muchos no tendría nada de relevante (por supuesto que sus parientes no iban incluidos en ese grupo), pero mi cabeza me gritaba que ese señor había fallecido el día en que yo nací. Pensé en lo loco que era la vida: mientras un nuevo humano nacía, otro estaba con un pie en el más allá.

Al final éramos futuros cadáveres cavando nuestras propias tumbas, o preparando el fuego para convertirnos en cenizas, o inclusive en un diamante que pasaría a reliquia familiar si te dabas el lujo de costearlo.

—Sí —afirmó en un susurro para luego sorber su nariz—, apesta.

Con su cuerpo abrazado al mío, giré un poco la cabeza para ver la hora en el reloj cuadrado sobre la mesa de luz. Las manecillas marcaban las ocho de la noche. Habíamos pasado dos horas en aquella posición, mentiría si dijera que mi cuerpo no se estaba acalambrando y que necesitaba cambiar de lado, pero eso significaba apartar a Mía y no quería hacerlo.

Si las estrellas mueren [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora