Capítulo 2: Ser Rebelde es más que una actitud

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Después de manejar por más de una hora, escuchar mis éxitos favoritos de los 2000 y librar el tráfico de Santa Fe, llegué a la Ciudad de México y después, a mi colonia. Mi amada colonia. Hay tanto que podría decir de ella.

No solo crecí ahí, sino que cada lugar, calle, o parque, tenían algo especial para mí. A pesar de que algunas casas habían dejado de serlo y se convirtieron en edificios de más de noventa departamentos, prácticamente todo seguía igual.

Al doblar la esquina de Segovia, justo a media calle estaba la casa. Un nudo en la garganta comenzó a aparecer.

Sentí como si hubiera pasado un siglo desde mi última visita. Detuve el auto y observé. La casa tenía más de cincuenta años de existencia pero gracias a que nunca la dejamos caer, lucía genial. Las puertas con herrería negra y las paredes color naranja (no era el mejor pero no se veía mal) le daban un toque especial. Las bugambilias que cubrían la parte de arriba de la fachada, seguían floreciendo con un morado intenso.

Cuando bajé a tocar el timbre, me di cuenta que no funcionaba.

Un cordón tiraba de la puerta y supuse que era una especie de campana. Lo jalé. En efecto, una campana sonaba como sucesora del timbre que por años funcionó perfectamente.

Esperando que alguien me abriera, fijé mi vista en la calle. A tres casas estaba la 114. Ahí vivió muchos años una amiga de mi mamá: Rita. Tenía tres hijos, sin embargo, Pedro era con el que me llevaba mejor. Era casi de mi edad. Me preguntaba si todavía vivía ahí.

Al regresar mi vista a la puerta, pude ver por una rendija que daba al jardín, cómo se acercaba una pequeña y delgada figura con andar apresurado. Tenía cabello rizado y castaño, vestía pantalones de mezclilla (que más bien parecían pescadores porque estaba creciendo demasiado rápido) y una sonrisa de oreja a oreja se notaba en su rostro mientras corría. La reconocí a la perfección: era mi sobrina Mariluz.

Cuando la puerta se abrió, sus intensos ojos negros se clavaron en mí. Abrió los brazos y se abalanzó sobre mi cuello.

—¡Tío! ¡llegaste!

Sentir su cariño fue hermoso. Creí que estaría sentida conmigo, pero era la niña más noble del mundo. No tenía lugar para malos pensamientos o rencores. Maite hizo un gran trabajo con ella. Nada le impidió educarla de la mejor manera.

—Me da mucho gusto verte, estábamos esperándote. Mamá me dejó faltar a la escuela para estar cuando llegaras —prosiguió con mucha alegría.

De repente, un fuerte ladrido se hizo presente. Un pequeño perro snauzer venía corriendo por el jardín directo hacia mí.

—Él es Tobby —dijo la niña con entusiasmo—; Recién llegó, quise adoptarlo —añadió.

Al ver al pequeño canino me dio mucho gusto. Era color pimienta y tenía mucha energía ya que daba brincos enormes. Se notaba el vínculo entre ambos. Ella siempre quiso tener un perro y estaba seguro que sería su compañero perfecto.

Después de abrirme el portón para meter el auto, bajé mi maleta y caminamos por el enorme jardín. Mi madre dijo muchas veces que era más grande que la casa y estaba en lo correcto. Ocupaba la mayor parte del terreno desde que la puerta se abría y la casa estaba al fondo. Originalmente era de un piso. Sin embargo, la abuela prefirió hacer un segundo para estar más cómodos y tener las recámaras ahí.

El jardín era la adoración de ella y el terror de nosotros. Aunque nos gustaban las plantas, siempre nos obligó a cuidar de todo. Era demasiado trabajo. Estaba cubierto de pasto, rosas, plantas, árboles frutales y ahora, había una casa arriba de uno de los árboles más grandes. Mariluz se refugiaba ahí. Siempre quise tener una casa del árbol y me alegraba ver una por fin.

Recuerdos en mi habitaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora