Capítulo cuatro

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Siempre de traje.

Mis compañeras aún duermen, parecen no enterarse de que algo gotea sobre nuestras camas así que enciendo mi lámpara y levanto mi vista al techo. Ahí es cuando mi cuerpo se congela por completo y no puedo pensar en nada más que gritar. Tres cuerpos cuelgan del techo. Se balancean de un lado a otro como si de péndulos de tratara. La sangre les cae desde la cabeza hasta nuestras caras pero soy la única que lo ha notado. Así que grito como nunca había gritado en mi vida, aún más alto cuando me percato que uno de los cuerpos, el de un hombre mayor, me mira con los ojos bien abiertos, con esa mirada ida y llena de dolor que no olvidaré nunca.

Y luego, el sonido de tambores.

Bum, bum, bum.

—¡Cinthia!

Abro los ojos desesperada por la sacudida que Julieta me está dando. Me tiene agarrada de los brazos, me aprieta. Supuse que me dejaría los dedos marcados porque así reacciona mi piel ante cualquier cosa.

—Estás gritando.

—¿Qué?—digo desorientada.

—Tranquila—habla sentándose en mi cama—Todas tuvimos pesadillas la primer noche.

Observo el techo para comprobar que realmente había sido un sueño y no una realidad. No hay nada más que luces. Algo dentro de mí se alivia. Sin embargo, los ruidos siguen ahí, retumbando en mi cabeza.

—¿Qué son esos ruidos?

Sigo confundida.

—Recuerda que aquí hay más personas. Cientas. Y no todas duermen—acaricia mi cabello—Son sonidos normales, te acostumbrarás.

Tomo mi cabeza con ambos manos tratando de olvidar la mirada perturbadora de ese hombre pero no podía. Mientras más trato de olvidarla más la recuerdo, como un maldito screamer que no puedes olvidar cada vez que cierras los ojos y todo se pone oscuro.

—Vístete, vamos a desayunar.

El desayuno es rápido. En la sala comedor todos hablan del incidente del día anterior pero aún nadie se ha acercado a regañarme por lo que sucedió. Comienzo a pensar que quizá ni siquiera fue culpa mía sino de alguien más, como del lunático de mi pabellón, por ejemplo.

—A esta hora de la mañana casi todos los pacientes están en sus cuartos, así que si quieres puedes no hablar con ellos. Solo diles que vas a limpiar. No se oponen a eso a menos que estén alborotados.

Julieta trata de hacer sonar el trabajo más sencillo pero en realidad me da miedo. Tengo terror de que alguno de ellos estuviera alborotado después de lo que pasó el día anterior.

Abro el cuartito de limpieza y saco el pequeño carro con los artículos para limpiar. Me sobresalto al oír el llanto de una joven en uno de los cuartos de mujeres. De inmediato recuerdo lo que mi compañera dijo, podía optar por no hablar con los pacientes si así lo quería pero el llorar de esa persona quedaría grabado en mi cabeza si no iba a ver qué sucedía.

Es una de esas habitaciones compartidas. En ella hay cuatro camas, la típica pared grisácea y fotos de las pacientes. Nadie había ahí, excepto la mujer que llora en un rincón con la cabeza entre las piernas. Gimotea.

—¿Estás bien?—pregunto cautelosa arrodillándome hasta quedar a su altura.

Al no obtener respuesta alguna, insisto.

—No quería molestarte, he venido a limpiar pero si quieres puedes hablar conmigo.

En ese momento me deja ver su rostro y quedo perpleja. Su ojo izquierdo está completamente rojo como si le hubieran dado un buen golpe y luego se le acumuló la sangre allí. Me hice temblar. ¿Había tenido una pelea con alguien o ella mismo se golpeó por alguna razón que desconocía? A esta altura imagino cualquier cosa. Todas las hipótesis en mi mente son posibles.

Ella no dice nada. Solo me clava la mirada. Esa mirada fría y distante.

—Quiero ayudarte.

—¿Ayudarme?―rie―No puedes. Lo mío no tiene cura.

De pronto comienza a gritar logrando que me asuste de verdad. No sabía que le pasaba por la cabeza a esa chica ni porque no dejaba que la ayudara. En su rostro hay pena, ansias de libertad y dolor. Tiembla como una gelatina y no deja de decir incoherencia entre gritos.

—¡Vete!

La muchacha se desespera aun mas porque yo no soy capaz de moverme de ahí, lucha contra ella misma como si estuviera en medio de un brote psicótico. Comienza a golpear las paredes lastimándose los puños.

Retrocedo lo más que puedo para que ninguno de esos golpes me de hasta chocarme con el personal de seguridad que se la lleva a la fuerza y a rastras a un lugar desconocido. Quería que la ayudaran aunque no sabía que era lo que pasaba por su mente, ni siquiera su diagnóstico y aunque atiné a preguntarle a uno de los guardias que era lo que sucedía, si ella estaría bien, se fueron demasiado rápido.

Varios enfermeros aparecen por el pasillo mientras termino de limpiar los cuartos de mujeres. Golpean las puertas de los pacientes ordenándoles salir para hacer sus necesidades, lavar sus rostros y darse una ducha. Sin embargo, hay algunos que se despertaron mucho antes con los gritos de la joven hace minutos atrás.

El primer cuarto en la sección de hombres es de quien menos quiero ver en este momento pero no me queda de otra. En alguna ocasión debía pasar por ese oscuro calabozo aunque me negara a hacerlo. Golpeo la puerta pero nadie responde. Me pregunto si ya habrá salido pero no lo he visto. Comienzo a pensar, mientras espero detrás de la entrada que, probablemente sabe que soy yo y me hace esperar para castigarme por trabajar aquí. Y con eso en la cabeza no le voy a permitir que se burle de mí y abro la puerta.

Ahí está. Los rayos del sol se meten por su ventana abarrotada pegándole sobre la cabeza como si se tratara de un ángel. Que irónico. Ángel es lo que menos aparenta ser. Parece no verme allí parada porque no quita su mirada de sus brillantes zapatos bien lustrados. Carraspeo y levanta la cabeza. ¿Era necesario que emitiera un ruido para que salga de su propio mundo?

―Siempre de traje―digo. Me pregunto por qué permiten que un paciente lleve un traje -hoy negro- en un establecimiento como este cuando todos los demás usan un triste ambo blanco.

―Cada día que vengas me verás mejor que la última vez que me viste―hace una pausa estudiándome―Aunque me sorprende que todavía estés aquí.

Para ser sincera conmigo misma. También me asombra seguir en la Posada después de todo lo que pasó pero tampoco quería enredarme con ese tema. Era algo que sucedió, sé que hice mal y lo que mas quería era dejarlo atrás. Si nadie se acercó a regañarme, ¿por qué lo haría yo?

Él se puso de pie sacándome de mis pensamientos. ¿Cómo no hacerlo? Tenerlo así de cerca me forzaba a notar lo alto que era al lado mío, me obligaba incluso de una forma casi demoniaca a aspirar su aroma. Su fragancia no se igualaba a nada y no sabía si ese era su olor corporal o un simple perfume, aunque algo me hacía inclinarme a la primer opción. Sus ojos estaban sobre los míos todo este tiempo y no me había dado cuenta de ello. Deberían creerme cuando digo que no podía quitarle la mirada de encima. Nos miramos tan intensamente como si ambos estuviéramos esperando ansiosos la palabra del otro, una acción, cualquier cosa que nos pinchara la extraña burbuja que creamos.

Es tan extraordinario. Creo conocerlo de alguna parte y no me había percatado de ello antes porque no había tenido la oportunidad de tenerlo así de cerca. Su mirada es inocente, sus ojos avellana con un ligero tinte verde parecen querer gritarme algo pero no pueden. Me intimida que siga observándome y llego a preguntarme por qué está ahí, que ha hecho, con qué lo han diagnosticado. No me refleja maldad y ahora que lo veo con detenimiento recuerdo lo que me dijo y si que se ve bien hoy. 

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