Capítulo uno

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El primer día siempre es el peor. 

Es ese dónde eres un manojo de nervios y te sudan las manos a más no poder. Sin embargo, el mío dentro de "La posada de la Cumbre" llegó en una mañana ventosa. Una vez puse un pie fuera del auto, me encontré frente a esa inmensidad de construcción. Observo a mi alrededor y no hay nada más que árboles y montañas; en este momento comprendo porqué llaman así al hospital. Está realmente alejado de la civilización que a duras penas puedes ver desde la famosa cumbre. Desde el exterior todo parece ser normal, en cambio, en el interior del edificio hay miles de almas atormentadas.

¿Estarían los vecinos tranquilos sabiendo que viven bajo un lugar como éste?

La respuesta la supe tiempo después y fue aterradora. Ni siquiera tenía idea donde me estaba metiendo.

Ingreso por una de sus puertas gigantescas, le enseño la identificación de empleada que mantengo colgando del cuello en todo momento al personal de seguridad que se encarga de darme la bienvenida. Es un hombre aparentemente de descendencia africana muy corpulento. Toma las dos maletas que traigo conmigo y se limita a realizar una seña para que lo siga. Me dirige a un apartado dónde una mujer se encarga de revisarme. Probablemente por si llevo conmigo algún objeto punzante o cualquier material que podía ser usado por los pacientes en un intento de escape o atentado. Al terminar sella mi identificación y proseguimos.

El lugar huele a humedad. La fachada de fuera te hace creer que por dentro se trata de un lugar realmente elegante aunque tradicional, pero no. Es todo lo contrario. Huele mal, algunas paredes estaban rasgadas y otras escritas, el suelo es gris como todo allí y eso logra transmitir un espacio de tristeza y melancolía. No es de extrañarse que se oyeran lamentos, quejas y algunos murmullos de los alojados.

—Es un lugar oscuro—habla el guardia de espaldas a mi, como si tuviera ojos en su nuca que observaban como no podía dejar de mirar cada rincón. 

Y antes que pudiera contestarle da media vuelta y sigue.

—Le recomiendo no mirar de más. No sea tan curiosa y haga su trabajo. Usted firmó un contrato para estar aquí, ¿verdad? Usted quiso desde un principio estar aquí.

Asiento con la cabeza simplemente. Sus palabras suenan duras, su semblante es fuerte y aquella mirada de sufrimiento y cansancio no la olvidaré jamás.

—Dicen que en cuanto conseguimos lo que queremos ya estamos queriendo otra cosa diferente.

Y si sabía que se refería a querer escapar de este infierno hubiera salido corriendo por la misma puerta por la que entré. Sin embargo, me percaté tiempo después que debía salir de aquel lugar. Ojalá lo hubiera hecho antes, o no, quizá hay cosas de las que no me arrepiento.

Seguimos por unos pasillos fríos donde la luz natural era totalmente escasa ya que las ventanas se encuentran lejos. Veo muchas puertas pero no puedo observar que cosas hay dentro de cada habitación. Solo percibo más y más murmullos. En algunos casos ni siquiera logro distinguir en qué idioma hablan los enfermos, hasta que oigo ese grito;

—¡Agárralo bien!

Nuestra atención se dirige hasta el final del pasillo donde se está dando el espectáculo. Un guardia de seguridad sostiene fuertemente a un joven que apenas puede moverse, parece no querer dirigirse al lugar donde lo llevan Lo están trasladando sin su consentimiento y eso lo notaría cualquiera. Pero en ese momento solo una cosa capta mi atención; lleva traje. No tiene pintas de ser un paciente psiquiátrico, ni siquiera alguien fuera de sus cabales.

El guardia que me acompaña apoya mis maletas en el suelo y sale corriendo hasta ellos para ayudarlos.

No están lejos. Desde mi punto puedo ver las facciones de todos. La enfermera usa un ambo celeste. Sus pelos parecen estar duros, como si llevara días sin peinarse. El guardia que la acompaña cuenta con alguna que otra cana y lo que tienen en común todos en ese lugar son las interminables ojeras. Por último, él. Su cabello está bien peinado, sus manos limpias y su traje azul un poco arrugado por las sacudidas que recibió del personal.
Y mientras me ocupaba en observar cada detalle de sus personas no me percaté de que estaba viéndome. No supe si estaba mirando o devolviéndome la mirada pero sentir aquellos ojos me descolocaron, se asemejaban muy bien a los de un lunático, un ser desesperado, pero no parecía ser mala gente. Aunque luego recordé la advertencia que me dio mi abuela antes de venir a Wellington;

Hilos de sangre © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora