CAPÍTULO 26: Si hay trato, pueden ser amigos el perro y el gato

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Helena

Los amaneceres en el pueblo eran completamente diferentes a los de la ciudad. La tímida luz rojiza aparecía y se mezclaba con el violeta profundo del resto del cielo, las nubes comenzaban a dejarse ver y los perfiles de las colinas se teñían de un intenso color rosáceo. Los altos edificios no tapaban el horizonte y el pequeño punto amarillo a lo lejos comenzaba a iluminar la tierra, desde los campos de trigo y soja hasta los verdes prados donde los animales pastaban.

El té de hierbas en mi taza tomó el color de las nubes mientras admiraba su inmensidad desde el porche de mi casa. Estando allí, tapada con una manta de lana y una taza caliente, no me faltaba nada. Veía los árboles frente a mí y respiraba con ellos. Oía el canto de los pájaros que comenzaban a despertarnos con su, a veces no tan dulce, canto y me adentraba automáticamente en un estado de relajación puro.

"La brisa de la mañana guarda secretos para ti. No te vayas a dormir", había leído una vez y quedó grabado a fuego en mi memoria. Por las noches, sobre todo esas en las que no podía pegar un ojo, me reconfortaba saber que al menos tendría esto. Tendría el amanecer para mí.

Con los pies sobre el borde la hamaca que colgaba en el techo, bebí un sorbo de la infusión para calentar mi cuerpo. Me había olvidado lo frío que podía ser estar sola a estas horas. Apoyé mi espalda contra el respaldo y me balanceé apenas, disfrutando del vaivén del viento en mi rostro.

Hacía muchos años, mamá me había sorprendido viendo el sol nacer. Estaba sola, sentada en los escalones de la entrada y sin ninguna manta ni abrigo que me protegiera. No había planeado salir a verlo, pero estaba ahí, entrando por mi ventana y supe que tenía que hacerlo. No había podido dormir en toda la noche, por quién sabe qué pesadilla, pero aún así quise aguantar un poquito más para observarlo alzarse en el cielo. Al día siguiente, cuando me escabullí de mi habitación para ver cómo la luz combatía a la oscuridad, la hamaca se balanceaba frente a mí siguiendo el movimiento de la brisa del alba. Supe al instante que había sido ella y cuando despertó le agradecí con mil abrazos por regalarme mi nuevo lugar favorito.

¿Pero... podía seguir siendo mi lugar favorito si yo ya no era la misma?

El silencio me atravesó y recordé por qué era lo que más me gustaba de despertarme al alba. Había en él casi como un pacto implícito en el cual solo la luz se movía y nada más. Pero hoy no era un día normal y ese bendito silencio se acortó súbitamente cuando escuche unos pasos apurados bajar la escalera.

No recordaba mucho de mi infancia temprana, pero sí el día que llegué a esta casa por primera vez. Mamá había conocido a Adam hacía poco tiempo, pero él insistía con que nos mudasemos aquí todos juntos. Tanto insistió con tenernos bajo su techo, que en dos meses y monedas dejamos nuestra vida de ciudad y comencé a llamarlo papá.

Poco a poco, él curó las heridas del pobre corazón de mamá y al hacerlo me salvó a mí en el camino. Toda la vida habíamos sido solo nosotras y los abuelos, pero con Adam y su hijo la familia se agrandaba. Me daba tanta curiosidad saber si tendría tíos, tías, primos y primas. Si tener un nuevo papá significaba tener nuevos abuelos, si los míos se pondrían celosos.

En casa nunca hablábamos de mi padre, no solo porque estuviera muerto, sino porque no hacía falta hacerlo. Yo ya tenía a mi papá a mi lado y era la niña más feliz del mundo.

― Sabía que estarías aquí ― La voz de mi madre saliendo por la puerta de entrada me hizo voltear la cabeza para mirarla. Se posó a mi lado y le hice un lugar en la hamaca para que me acompañara. Al igual que yo, tenía una taza en la mano y la usaba para calentarse del frío. Cuando se sentó a mi lado, la tapé con la manta y apoyé mi cabeza en su hombro.

Lo que hubiésemos sidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora