CAPÍTULO 36: No todo tiempo pasado fue mejor

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Helena

TRES AÑOS ANTES

Llenar una bañera con hielo era un trabajo jodidamente difícil. Y tener que hacerlo en secreto era, por lo menos, diez veces peor. Sobre todo, cuando cada músculo, nervio y arteria de mi cuerpo ardía de dolor. Quería gritar, maldita sea. Quería romper en llanto por el tipo de tortura que estaba arrasando conmigo, pero no podía hacerlo. No si quería evitar las preguntas. Suficiente tenía con los moretones verdosos y ya casi amarillentos que decoraban los sectores visibles de mis piernas y brazos. Por suerte para mí, los de mi abdomen, aquellos más violáceos y recientes, eran invisibles para los demás la mayor parte del tiempo.

Y con eso me refería a todo el tiempo, ya que no permitía que nadie viera mi estómago. Jamás. Ni siquiera ahora que la piel colgante ya no estaba.

Dejé la bolsa llena de hielo por un momento y toqué mi vientre plano frente al espejo del baño. No se sentía real, a pesar de estar tocándolo con mis propias manos.

Se sentía como el cuerpo de otra persona. La piel faltante, aquella que me habían hecho creer que sobraba, seguía presente para mí. ¿Así se sentirían las personas con amputaciones? Había escuchado sobre extremidades fantasma, pero dudaba que esto se pudiera considerar una extremidad. Era simplemente un colgajo, una masa mórbida que no extrañaba y no quería de vuelta. No añoraba ningún miembro faltante. Pero aún así... Se sentía raro.

Debería estar contenta, después de todo, esto era lo que siempre había querido. Un cuerpo igual a los de las revistas, igual a los de la tele y las películas. Un cuerpo que me hiciera sentir orgullosa. ¿Qué demonios significaba eso siquiera?

Pero este cascarón que cubría mi antiguo yo, este disfraz viviente en el que me había convertido, no se parecía en nada a lo que yo quería.

No era la recompensa de una dieta sana y trabajo duro, como les había hecho creer a todos. El costo que había tenido que pagar por esta nueva piel me había destruido desde adentro durante los últimos dos años.

El cambio no fue inmediato, lo oculté bien, al igual que a los moretones que acompañaron cada kilo que perdía. Ropa holgada, pantalones del doble de mi talla y buzos oversize aún en verano. Nadie se preguntó sobre mi apariencia todo ese tiempo, estaban acostumbrados a la vergüenza de una gorda. Creían saber lo que había debajo de la tela y los ponía incomodos verlo. Ni siquiera tuve que mentir, simplemente aproveché sus prejuicios de mierda para salirme con la mía.

Pero mi maldito orgullo arruinó todo. Quise sentirme bien por una vez desde que había aceptado ese estúpido trato a los catorce años. Me arrepentí cada uno de los días siguientes desde aquel en el que corté la palma de mi mano con una daga que selló mi destino.

Tenía que hacerlo, ¿qué otra opción tenía? Supongo que era demasiado estúpida en ese entonces como para encontrar otra salida. Seguía siéndolo dos años después, dado que todavía no había encontrado ninguna laguna en las palabras que fueron dichas esa noche que pudiera salvarme.

Era hasta chistoso como algo tan intangible podía tenerme encerrada en una cárcel de nada. Una jaula transparente, que nadie más que yo podía ver. Palabras dichas sobre un pacto de sangre y mi vida había desaparecido justo delante de mis ojos. Con mi consentimiento, con la total entrega de mi alma a hacer lo que debía.

Ja, ¿qué otra cosa hubiera hecho?

Nadie podía saberlo, él había sido muy claro al respecto. Y aun así me arriesgué esa noche. Llegué a la casa de los Reeves con una confianza inventada y con más dudas que certezas. Maldiciendo por haber aceptado el vestido ajustado que Liv me había prestado. Negro y con un escote profundo, mucho más corto que cualquier cosa que hubiera usado en mi vida. Ni siquiera tenía un vestido en mi armario, ¿para que lo querría? Enseñaban demasiado, revelaban marcas que requerirían excusas inventadas por la patética mente de una adolescente asustada.

Lo que hubiésemos sidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora