CAPÍTULO 28: El que come callado

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Nate

Las ráfagas de luz provenientes de los flashes de las cámaras me hicieron sentir desorientado mientras intentaba llegar hasta la limusina. Me llevé la mano al entrecejo para tapar mi rostro, de todas maneras no era a mí a quien querían captar. Hudson sostenía la puerta abierta para mí al final de la alfombra roja y le dediqué un pequeño asentimiento cuando encogí mi cuerpo para sumergirme en la seguridad del vehículo.

Arrastré mi cuerpo por el asiento hasta la ventana más alejada de la prensa, odiaba este tipo de eventos y a la gente que asistía a ellos. Odiaba fingir que llevar el apellido Davis era un orgullo. Para mí era una carga, un yunque que me tiraba hacia abajo, la soga alrededor de mi cuello que hacía que cada aliento pareciera el último. Y que a veces me hacía desear que lo fuera.

Desajusté el moño que me habían obligado a ponerme y miré a Hudson, que mantenía la puerta abierta esperando que mi padre y su novia dejaran de sentirse celebridades por un día y entraran de una vez por todas al auto. Era un evento de caridad y no una maldita pasarela, pero para Camille Ambrose toda alfombra era roja y cada cámara suya.

Mostraba sus dientes apenas blanqueados en una amplia y compradora sonrisa mientras los periodistas estampaban los micrófonos en su rostro lleno de botox, esperando que les contara a qué diseñador mi padre había tenido que sobornar para que la vistiera hoy. La sonrisa de él en cambio era de las de comercial, de esas que veías y sabías que cuando se apagaran las cámaras no estaría La agarraba por la cadera, dejando que algunos dedos fueran un poco más abajo y haciéndoles saber a todos los presentes que el Senador Davis se estaba follando a alguien que tranquilamente podría ser su hija.

No era la primera, ni sería la última. Desde la muerte de mi madre, digamos que el Senador se había interesado más en estudiar anatomía femenina que en cuidar a sus hijos. La lista de mujeres que habían intentado hacerse pasar por la Sra. Davis era bastante larga como para recordarlas a todas, por lo que sabía que el problema Camille era solo algo pasajero.

Seguramente un día mi padre la había visto en la portada de alguna revista modelando una bikini de su línea exclusiva y le había ordenado a Hudson conseguir su número telefónico para invitarla a cenar al Savoy y luego llevarla por un helado a la supuesta heladería de su infancia. Solo que claro, él no era oriundo de la ciudad. Mi madre en cambio sí, y exactamente en ese pintoresco local de barrio la había conocido, pero ese era un detalle que ninguna de sus citas iba a saber nunca.

Cuando preguntaban por la difunta Sra. Davis, las respuestas eran muy variadas. Desde cáncer de mama hasta muerte súbita por un paro cardiorespiratorio, porque admitir que tu esposa se suicidó por tu culpa era comenzar la primera cita con el pie izquierdo, ¿no?

El cabello rubio teñido de Camille tapó los flashes cuando ingresó, por fin, en la limusina. Mi padre, como todo un caballero, la había dejado pasar primero y aprovechó para dar un saludo final a las cámaras promocionando su campaña electoral.

― Uf, al fin terminó. Me duele la mandíbula de tanto sonreír ―dijo dirigiéndose aparentemente a mí mientras se arrastraba a mi lado. Como no respondí, volvió a hablar ―. Este collar está matándome. ¿Podrías... podrías ayudarme?

Miré la gargantilla plateada que apretaba su largo cuello y no pude evitar notar cómo sus senos se alzaban casi a la misma altura. Levanté la vista y observé su sonrisa pícara, me había pillado mirándola. Sin esperar mi respuesta, giró su cuerpo y corrió su melena rubia a un costado dejando su espalda al descubierto. Bufé pero de todas formas se lo concedí y alcancé la pequeña hebilla que mantenía en su lugar al collar. Con un simple movimiento la desprendí y alejé mis manos lo más rápido que pude de ella.

Lo que hubiésemos sidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora