8. Radioactivo

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El pecho flacuchento del asustado mocosito subía y bajaba a velocidad alucinante. Las manos pequeñitas y huesudas sacudieron frenéticas los barrotes. Se hallaba aterrado, en medio de la oscuridad densa, casi palpable donde había sido arrojado. 

Probó gritar, sin embargo únicamente emitió un berrido agudo, lastimero, parecido al de un animalillo siendo estrangulado. Claro, la mordaza - conformada por una bola de goma inserta dentro de la boca, asegurada por un trapo de sabor rancio amarrado a la nuca - lo obligaba a mantener los labios abiertos e impedía el escape de los chillidos que solo se reproducían dentro de su cabeza. Chillidos que nadie oiría, daría igual si gritase a todo pulmón.

Aún así...

Con renovados bríos volvió a la carga contra la reja. Las lágrimas rodaban mejillas abajo y podía percibir el sabor salado de éstas mezcladas con mocos.

¿Cuánto tiempo zarandeó inútilmente el frío metal ? Tanto que los músculos de sus extremidades escocían y su garganta parecía en carne viva, a fuerza de un llanto entrecortado, angustioso y abombado. Doblemente desesperado porque ¿quién le escucharía?.

Nadie acudiría en su auxilio. Nadie lo hizo, nunca.

Extenuado, soltó la reja. Sus bracitos temblorosos cayeron inermes a los costados y las palmas de las manos hicieron contacto con el suelo frío y rugoso bajo sus rodillas. 

Trató de quitarse la mordaza pero fue imposible, los dedos entumecidos no lograron coordinarse para ello. Se arrastró unos pocos centímetros hasta dar con la pared de concreto. Como pudo, afirmó la espalda contra ella y abrazó sus rodillas.

Poco a poco sus dedos dejaron de sentirse tiesos, por lo que quitó a tirones la mordaza y la arrojó a un lado. Procuró tragar saliva. Tenía la boca seca como un papel y mucha sed.

Entonces, a la oscuridad se sumó el silencio. 

El tiempo transcurrió y completamente privado del sentido de la vista, el muchachito percibía físicamente el aumento en la sensibilidad de sus oídos. Creyó que podría escuchar el caer de una pestaña al piso. Su cuerpecillo estresado, llevado al límite, magnificaba otros estímulos sensoriales, proveyéndole de retazos, pistas de lo que había a su alrededor.

Aún así, lo único que escuchaba en las cercanías - no podía precisar a que distancia - era una gotera. Gota tras gota cayendo en lenta repetición en algún sitio indeterminado, en de la misma habitación que él.

Gota... gota... gota... Agua. 

Agua fuera de alcance de todas formas, pues él además estaba prisionero dentro de la jaula arrimada al concreto. 

A corta distancia, la gotera continuó burlándose de él y de su sed. Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

En medio del opresivo silencio, roto solamente por el repiqueteo repetitivo, casi hipnótico del agua, el miedo se fue transformando una presencia tangible a su lado, como si en verdad pudiese extender la mano y hallaría a un monstruo repulsivo y ponzoñoso, cuyo contacto le haría vomitar.

Gota... gota... gota...

Se mantuvo muy quieto.

Gota... gota... gota... Sed. Gota... gota... gota...

Horas y horas después - el niño nunca podría saber cuántas - yacía dormido en el reducido espacio contra la muralla.

Despertó repentinamente, sobresaltado, siendo aplastado por la oscuridad otra vez. Saliendo de la negrura del sueño para caer en una mucho más atemorizante. 

No Angel: Boy, this is your last chance IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora