Capítulo 5

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Partí hacia los Olivos y mi locura no se asentaba, parecía carecer de memoria. El terreno prohibido agolpaba a mis piernas, entrando en el espacio verdoso del Valle de los Lamentos. Luego comenzó a traerme recuerdos graciosos de infante, porque ser niño, sin duda, era lo más adorable dentro del abominable monstruo en que se transformaba el ser humano cuando crecía, se perdía tan fácil la inocencia como una estrella fugaz que pasaba en medio de una gran oscuridad.

Todo el viaje era un mecanismo de defensa ante la inminente soledad que amontonaba a mi corazón, se infestaba de vacío, aunque mi pensamiento inculto era similar a una grandísima tontería. Me quejaba mucho de las cosas que, quizás, llegarían con el tiempo, en un proceso natural tan sencillo semejante a los ríos que fluyen después de las crecientes lluvias desbordadas.

No retenía visión de algo que hubiera sido de real importancia si no solo de árboles frondosos y caídos que se abarrotaban con colores ópalos y azulejos contiguos. El Valle de los Lamentos al final del cuento era para niños que se gozaban quemando sus infancias mientras recogían frutas del naranjal, y se escondían en las auroras. También para aquellas ancianas vespertinas, que oraban con inmenso dolor la partida de algún ser amado. La verdad, estaba aburrido y con casualidad me perdía en mis pasos. No era normal manifestar signos tan bruscos y pronunciados de soledad. Era todavía más raro, porque había superado una celebración en el Crocker, incluso soportando aquel miedoso y elegido discurso del loco que profesaba deseos imposibles y se yacía en una rústica mesita sin gracia alguna. Tenía un olor desagradable que me producía náuseas invocarlo en la imaginación.

Escuché pasos lejanos, golpes de un caballo; o serian muchos, me imaginaba como una especie de carruaje — aunque tenía mis dudas—. De forma rápida se juntaban y me alcanzaban. Arribaron por un costado, era invisible ante ellos, aunque igual nada se podía esperar de los Olivos, porque todos siempre veían con malos ojos al forastero. Al parecer, procedían del palacio, porque su trayecto venía de aquella dirección.

Tanta organización y personal debía de ser motivo una razón de sumo cuidado, cuando de repente; en un descuido, en el momento que menos me hallaba como persona; salió un detallado carruaje que se envaneció con voracidad, y dentro de sus adornadas cortinas, había una chica: una niña, sentía que era una hermosa reina, aunque me diera pena el solo pensarlo.

Cuando me di cuenta, mis ojos con notable asombro se habían abierto en unión con mi boca. Deseaba mirar aquello tan único, como si se tratara de un cometa que se presentaba una vez por generación de vivos. Era la chica que comió mi granadilla en aquel día de perros. Abajo del sentadero aforrado en que estaba, se escribía en una barandilla que enarbolaba una tela aterciopelada y decía: princesa Jane.

«¡Era una princesa!», abrumado contaba los segundos que la había visto la última vez, estaba desconcertado y el corazón me tañía desenfrenado, no conseguía respiro que lo apaciguara. Era imborrable el lindo recuerdo de la persona que me había salvado. Además de ello; lo extraordinario, era que una princesa de verdad nos había ayudado.

Las princesas del Olivo eran lo más imposible de observar en la época, solo los reyes y príncipes eran los únicos afortunados que podían presenciar sus pieles y darse el gusto de tomar salida con sus delicadas manos. Un cuento de hadas perfecto para los chicos del Collado sería poder conocerlas —y me incluía—. Iba a ser considerable el tiempo que me tomaría superarlo con mis propios ojos. Después de rebobinar lo sucedido, ni siquiera poseí valor de sostener su mirada cuando tuve la oportunidad de hablarle y me entristecía en exceso, porque era un chico estándar —incluso peor que eso—, no tenía habilidades especiales o un verbo mágico, solo conservaba un corazón que no había sido estrenado de sentimientos. Luego de ello, volví en mi camino y regresé a Rumpler.

Mi deseo se reducía a volver sin ningún daño físico o emocional, aunque el segundo ya estuviera efectuado desde mucho antes de haber venido y, sin embargo, miré al suelo cuando había de partir. La naturaleza me exhibía un gancho amarillento que colgaba de una rama Tallarina. Esforcé mi enfoque pensando que veía mal, pero no existía error: ahí estaba. Por el borde, a sus extremos, salían dos orificios que se parecían al de un collar de piedras preciosas desvalijado, contenía un olor agraciado. Lo tomé y pensé de inmediato que se le había caído a uno de los caballerizos del Olivo. Mi ánimo declaraba volver al hogar cuanto antes y no quería entregar algo que tendría escaso valor, así que lo guardé en el bolsillo secreto del pantalón que llevaba aquel día. Tiempo después, siempre lo mantuve en mi cartera.

El resto del camino había sido trámite. Paré en los Robledos de Herminda para buscar unas fresas azules, y compré avellanas en Sonora. Antes de pasar el puente que separaba al Collado del camino de los deseos, hubo alguien que se había clavado una aguja de rosa pálida en forma estrepitosa cerca del rio Aurelis, acaricié mi brazo y recordé mi miedo irracional a las agujas, porque las evitaba desde que era niño, y siempre escapaba de mamá para las jornadas de vacunación. Cuando me di cuenta, estaba en casa. Mamá había llegado de sorpresa, porque vi la puerta que estaba sin asegurar.

—¿Llegaste tan pronto? —pregunté, sorprendido.

—Hola hijo, ¿cómo te fue? El viaje de vuelta era en la tarde, no puedo creer que se te olvidara... —dijo mientras hervía una olla de agua en la cocina. Estaba despeinada y su fiaca era atroz, porque estaba comiéndose los panes del viernes.

—Bien —dije al rato que iba por un pan de arándanos en la nevera—. ¿Tienes hambre? Traje avellanas.

—Gracias. Sí —tomo dos y las lanzó a su boca transformada en canasta— hoy tu padre me puso a correr; por cierto, creo que tiene una linda propuesta para ti.

—¿Si? ¿Qué cosa? Aquí el aburrimiento me tiene enloquecido —dije, cuando iba hacia mi cuarto a encerrarme, pensando en el infructuoso día que había tenido.

—Una oferta de trabajo.

Mi asombro se había revelado con aturdimiento y frené mi avance por interés. Papá quería lo mejor para mí, aunque no estuviera presente. Meses atrás, le pedí un buen trabajo y no se había olvidado.

—Qué bueno —expresé animado—. ¿A dónde? Estoy listo para irme a cualquier parte.

Siempre había deseado trabajar, había terminado la época de lectura guiada y no existía mejor prueba que entrar en un ambiente laboral siendo joven. Mis amigos en Rumpler solo quedaban cuidando hogares o fincas de antaño, y no quería ser más de lo mismo, buscaba encontrar otros aires para la inexperiencia que rayaba en mi frente, me impacientaba no crecer. La excepción era Travis.

—Mississippi.

—¡Genial! —exclamé de euforia—. Y, ¿eso dónde queda? —repliqué dudoso—. Espero que esté más cerca de donde vive la familia de Travis.

Mi madre se acongojó, y tomó palabra precipitada. Mi curiosidad por saber dónde depararía mi destino me llenaba de la emoción que me hacía falta hace muchos años.

—En los Estados Unidos, al suroeste. Debes llevar abrigo, hace frío.

No le respondí por la impresión. Debía dejar mi infancia atrás. Rápidamente tomé el mapamundi y lo ubiqué, supe de inmediato que Travis vivía en centro y yo iría muy arriba. Me colmaba de tristeza el saber que verlo de nuevo sería muy complicado. Revisé mis bolsillos y recordé que tenía el gancho amarillo que parecía de oro, y no lo había notado hasta la segunda vez que lo observé, aún conservaba una dulce fragancia.

—Muy bien. ¿Cuándo me voy?

—En tres horas. Aquí traje tus pasajes, por eso corrí... —añadió mamá, con ganas de querer llorar. 

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora