2000. Sídney, Australia.
El nuevo milenio nos arrojaba dentro de complacientes sorpresas. Desde el comienzo del año, habíamos detallado cuales serían las características del lugar para vivir el casamiento, y nos queríamos casar cuanto antes, porque teníamos deseos de hacer crecer nuestro amor como la levadura del pan cuando se hacía nuevo, y nunca consumarlo. Sin embargo, en el viaje de conocer al mundo —cuando existía el tiempo—, no había espacio para excusas, porque cualquier ocasión era especial para decidirse hacer momentos inmemorables, y aquella sería la inauguración del sellamiento de nuestra historia de amor.
Habíamos planificado hacerlo en una noche de enero, en las afueras del muelle de la capital, con una vista privilegiada al ilustrado Sídney Opera House, el edificio más moderno del planeta. Estaba hecho de cascarones en medio de un estilo único y desconocido para el mundo. Lo conocía a través de imágenes, y esperaba que la inspiración me asistiera al pensamiento cuando fuera el tiempo idóneo de la noche.
En aquel día de celebración, Janett me dijo que pronto llegaría la persona que había conseguido para concertar la unión, curiosamente había llamado del número que guardó cuando se perdió en Nápoles.
En general, todo iba a ser una sorpresa para cualquiera de nuestros conocidos. Porque nos íbamos a casar por lo civil, vestidos de iglesia, en una improvisada decoración que habíamos adquirido con una empresa de la localidad. La mayoría de las cosas también serían inéditas para mí, así que estábamos destinados a ser sorprendidos por los realizadores. No habíamos invitado a nadie, menos lo sabía alguien, aunque le dijimos a Amarilda, pero no quiso abandonar su natal Bolivia. Pero en el fondo lo queríamos así, porque deseábamos privacidad.
Estábamos en el centro de la ciudad, y cuando me descuidé mirando algunas vitrinas y carteles, apareció la persona que Janett esperaba con impaciencia.
—¡Janett! —le gritó mientras se arrimaba una mujer de piel oscura y corta cabellera, envuelta en un elegante enterizo color pastel.
—¡Katherine! ¡le esperaba! —expresó sonriente cuando se abrazaban con beso añadido en la mejilla—. Mira, te presento a Claude.
—¿Eres tú el que no se quería casar con este mujerón? —me expresó directa pero simpática, no entendía la pregunta, así que me reí un poco incomodado sin responderle y Janett le pellizcó con las uñas desde un costado—. ¡Ah y hola! —volvió a decir, elevando el brazo para darme un apretón de manos—. Es un placer, soy Katherine, la catequista. También soy jueza y tramito matrimonios, y encantada los casaré —expresó a gusto.
—¿No era un secreto eso último? —le expresó Janett, extrañada.
—Lo es en Italia, más con los viejitos que debo cuidar —admitió serena—, pero aquí a los australianos nada les importa. Es otro mundo.
—Claude... —me dijo Janett—, ella fue la que me salvó. Gracias a su ayuda no me perdí y por eso le debo mucho.
—De verdad muchas gracias —le aseveré con sonrisa, gratamente sorprendido—. No sé cómo pagárselo.
—Bueno, hay una forma... que es casándose con esta mujer —insistió en palabras—. No consiento los amoríos sin ley. Así que... siendo así, creo que comenzaré con usted, venga y acompáñeme —Tomó mis manos y me apartó de Janett.
—¿Adónde iremos? —le pregunté mientras Janett quedaba atrás.
—A escoger su vestimenta, decidirla será fácil para usted.
No había sucedido ni media hora y ya habíamos regresado con mi traje, guardado en una bolsa con un gancho y las pretinas enganchadas. Janett, estaba sentada afuera sin nada que hacer. Luego, Katerine la sostuvo para llevársela, y me dijo—: Claude, si desea puede irse al hotel para alistarse, yo llegaré con ella para el casamiento.
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Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)
RomanceJanett Lanchester es una aclamada princesa en el reino del Olivo, la última monarquía independiente que resta en el sur de América, sin embargo, tiene una condición que la hace muy especial: es ciega de nacimiento. Claude Rivarola es un joven del co...