Capítulo 4

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Cuando caminaba solo, siempre recordaba al abuelo con sus cuentos raros. Había uno que me hipnotizaba, le llamaba: la zarigüeya veloz y el tigre cojo de bengala, nunca logré comprender cómo un ser tan diminuto e intrépido, podía darle lucha a un colosal que hacía aunar los suelos con decidirse hacer zanjas. Una de las muchas formas de entretenerme con simpleza era aquella, los relatos del abuelo eran tan inquietantes y risibles, que mis ojos al verle, se postraban como un clavo fino en la madera seca, no se dejaba de aprender algo nuevo con él.

Antes que frisaran las viejas hojas del roble en contra del viento mañanero, me hallaba a escasos metros del overol que utilizó uno de los hijos del príncipe Sauberio. Había dejado atrás a Sonora con desenvoltura. En la verdad, no sabía ni que pensar; no tenía sentido ir hacia a los Robledos de Herminda, cuando en casa, esperaba la carta de mi madre. Quizás estaba tan aburrido que imploraba salir a recordar y filosofar sobre la vida, y también porque la gente que se preocupaba por los demás, se había ido de los valles del Collado hacia Europa.

Los Robledos de Herminda eran lindísimos, cada árbol retenía un color diferente; los olores variaban cada cien metros al frente y sus frutos eran dulces y ásperos. Una de las cosas favoritas de mamá al almuerzo, era adornar sus platos con berenjena del roble Szachary, una de las arboledas más famosas del país, dada a sus berenjenas dulces de tono rojizo, y recubiertas de líquido blanco con un sabor similar al coco que se encontraba en la cúpula de las palmas.

«Debería regresar, no estoy haciendo nada», analizaba en mi caminata estéril. No había más que hacer sino volver de nuevo a mi única realidad. Al fondo, aprecié que la línea de Crocker estaba repleta de personajes bulliciosos. Danzaban un grupo de señoritas una clase de baile exótico que no conocía en absoluto, pero me intrigaba conocer de qué se trataba.

Retornaba a mirar hacia atrás, y el ímpetu de chico bueno se revolvía con las sobras agotadas de mis piernas después del depurado viaje. Tenía razones definidas para dejarme aquello a un lado y dirigirme a Rumpler, pero al final, no sé porque decidí andar hacia adelante como si estuviera dentro de un modo espacial para explorar mundos.

En menos del canto de un gallo atragantado, había llegado a la línea. Viví el lugar con inesperado estruendo, érase una celebración de altura en la unión de tres grandes poblados: los del robledo, los virginios del sur —que pasaban derecho por la línea de Crocker y se iban directo del Collado— y de último, los miembros del Olivo.

Se podía ver a simple vista: los dragones de madera que bailaban de arriba hacia abajo mientras se hacían voces dantescas, la deliciosa culinaria realizada por las señoras del Robledo de Herminda, el cual destacaban las galletas de levadura frita y las gomas de azúcar con olor a almizcle prefabricado, y la venta de artilugios de segunda mano por parte de mercaderes gordos de los pueblos olvidados. La última vez que vine a algo así, fue con mi madre hacía dos años y había sido en Valle Oeste, debajo de Rumpler.

Cuando seguía mi ruta, pude detallar a un hombre de piel oscura con signos de un trasnocho severo y una cruz enorme que colgaba en el pecho. Retenía ojeras monumentales, casi le bordeaban las mejillas del color pálido que contrastaba su cara. Aquel señor, se hallaba sentado en un banquito y al lado yacía una mesa pequeña con un cartel que escribía: descubre tu suerte. Mi impresión fue cambiar de lugar, pero ya estaba demasiado cerca.

—¡Chico! ¡Ven aquí para que confieses tus destinos!

Yo no creía en esas cosas de brujos, pero no podía ser tan grosero para no atender su llamado. Fui de inmediato con la cabeza agachada haciéndome el desentendido, la invitación fue incómoda.

» Tranquilo muchacho, no vengo a arrebatarte tu «dinerillo» solo deseo descubrir tu fortuna.

No le respondí, no encontraba palabras para decirle algo coherente con esa incipiente oración. Quedé postrado a dos metros de su tienda improvisada. Necesitaba sentirme confiado para no perder mi alma en medio de un juego esotérico.

» No tengas miedo. Ven y acércate, porque he de suponer que no has tenido mujer además de tu madre, ¿cierto? —dijo entretanto arreglaba sus corotos y libros de caza que reposaban a un costado de la madera raída de la mesa.

«¿Esto es una broma?» me dije a bocajarro, mi expresión denotaba los ojos abiertos como un búho nocturno. ¿Cómo era capaz de aseverar tal verdad así de la nada? Si antes no contesté, menos con eso.

» Eres callado y tímido —concertó, mirándome a los ojos—. Eso agrada a cualquiera porque tienes el don del oyente. Supe tu verdad al mirar tu calabaza cabizbaja, los muchachos de tus edades, posan su mirada enorgullecida por la confianza de sumar relaciones de mano con doncellas de clase media.

—Me intimida señor —dije abrumado con un arrojo de valentía. Sentía tenso el ambiente, el hombre lo notó, tomando cartas en el asunto.

—Calma —dijo optimista, molió de alguna forma mi resistencia—. El amor está sobrevalorado en estos tiempos de libertinaje, y la perfección no encuentra definición válida a la inmadurez de las nuevas generaciones. A esto vengo a ti, pues contienes un propósito loable.

—¿Cuál? —le pregunté flotante en las nubes, me llevaba el ánimo a buen sitio y sentí especial mi espíritu por un instante.

—Redefinirás el amor verdadero —expresó borracho de verso—, todos lo verán, y al final... lo verás también tú.

Estaba loco de remate, y reí sin conservar hermetismo. Había tonterías de otro nivel y evitaba a toda costa el imaginar la felicidad de las historias de mi abuela, cuando tomaba sus pastillas, y el porqué había tenido casi docenas de hijos con el abuelo... o algo similar, me explicaba en sus tiempos libres.

—No te apresures —expresó con cierta acongoja y su mano elevada a mí. Intuyó que mi risa encarnaba un dolor, y en el fondo era cierto—. El amor entrará a tu puerta pronto, apenas al conseguir la hombría, solo no imites la desfachatez del ser humano de mentiras, lo justo siempre parece caer como un regalo del cielo, no dejes que se eche a perder por el color grisáceo de las nubes ante tus ojos.

—Disculpe mi risa, es que tengo la autoestima perdida y no me siento diferente a otros.

—Tu nobleza contiene buen tardar —concluyó. Se había hecho de oídos sordos a mis palabras—, te aseguro que verás lo que tanto quieres... y sostendrá tus manos —me sonrió. Apenas al finalizar, empezó a ignorarme y decir muchas cosas sin sentido, dirigidas hacia todas partes, con tal de atraer a los extranjeros de la Europa que gozaban de las delicatessen hechas por las manos laureadas de las señoras del Robledo de Herminda.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora