Capítulo 10

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Los Robledos de Herminda y la línea de Crocker eran antiguos ante mis rústicos pedales. Estaba en el firmamento del Valle de los Lamentos y buscaba el territorio donde había pasado antes, la ruta que dibujaba en mi recuerdo se desaparecía del mapa, se había esfumado como los rastros de un fuego remoto. Era como si hubiera desaprovechado la oportunidad que tenía de hablar con ella, porque no existían dudas: era una princesa y se había escapado de su jaula.

«Rayos, ¿dónde estará? ¿la habrán encontrado?», intuía respuestas sin tener indicios. Lo único que odiaba de estar en el valle era que todos los árboles eran idénticos, por algo tenía ese nombre tan molesto. De pura e inocente casualidad encontré el lugar, la diferencia... era que no estaba.

—Llegué tarde —añadí al aire, desanimado—. Te habías hecho aquí y yo ni pendiente de la señal.

Llevé la tristeza a mi cabeza como si una tragedia hubiera sucedido y di vueltas alrededor. «Seamos sinceros, es inútil hacer algo... ¿Cómo voy a pensar que una chica así me vería a mí? Ni que estuviera ciega... y aunque lo esté, igualmente no se fijaría en mí». Otra vez me zampaba una horrorosa pasada, la maldición de mi baja autoestima, que era una piedra insoportable que no podía ser esquivada ni viéndose de frente. ¿De dónde sacaría tanta insistencia para seguir empecinado en la misma porquería?

Volví a tomar la bicicleta, muy aturdido, y deseé volver a Rumpler de inmediato, no quería saber más de nada. Además, tampoco hice un esfuerzo en mantener una lucha que estaba perdida. Lo ignoraba de verdad, pero parecía desconocerme por completo... me rendía con una facilidad de chiste. Pronto, observé desganado hacia el suelo, en donde ella me encontró, y noté algo transpuesto en la grama: un mechón de pelo.

«¿Se le habrá caído?», después de detallar mejor, aprecié una estela dispuesta a seguir de largo, se advertían muchas más en las vertientes hacia los caminos anexos.

Era extraño, era como si una pesadilla se hubiera mortificado de hacer el mal, y así estaba yo; dudoso de la enigmática suerte que acarreaba a mi espalda. Seguí el improvisado sendero que dictaba cursar al frente, y con una refulgente curiosidad de soñador, no quise desistir. También tenía miedo; un arrebatado temor de encontrarme con alguien que finalizara con un plan sin ideas, además de ser posible que se cumpliera, porque más adelante me esperaban caballerizos; protectores, salamandras, y un sinfín de seres desagradables y aptos a proteger el palacio a cómo les viniera el peligro.

Cuando iba a paso lento entre pedaleos inconstantes, me llené de mayores dudas: ¿Qué haría yo, al ver a un protector?, desenfoqué mi pensar y presencié cada cabelludo espacio que posaba en el pasto, era delicado y diáfano, pero había restos secos y que parecían haber sido arrancados con histeria, la totalidad de ellos estaban tal cual se veían: disgregados y cortados.

Un bache sorpresa se topó con la premura de mis avances, y me estaba afectado: el camino lo veía cada vez más angosto, y la incertidumbre se me abalanzaba con un dominio inminente. Pero retomé el gancho, lo miré sin temor y junto a él, volví al recuerdo de ella, y se consolaba mi semblante. Una corta risa me vino de las entrañas. Qué increíble era el poder de las cosas pequeñas cuando creaban grandes esperanzas.

—¡Oye! ¡Qué haces tú! —gritó una voz desde una distancia prudente; sin embargo, la sentí en la nuca. Mi piel rápidamente se estampillaba de puntas.

Volteé a mirar quién era, y un molesto protector que comía una naranja de la tierra marchita me había cachado. Cerré las manos y sostuve con firmeza el manubrio, y comencé la misión pedaleando despavorido por la vida: estaba en las afueras del Olivo real.

—¡No te esca...! —se diluyó la voz a la distancia, y con eso, mi pesadilla recién comenzaba.

Retomé hacia los caminos abollados y poco transitados para evitar sospechas, aun así, lograba escuchar las armas y lanzas de caballeros que se preparaban para cualquier intento de saqueo. «¿Cuánta seguridad tendrá esto?», desvié mi trazado por una vertiente diagonal, que se cruzaba por la zona de la laguna de prado, era superar aquel obstáculo y ya vería desde lejos el gran amurallado. En medio de la corriente, fijé mi visión a un poste, que conectaba al pavimentado de los canales donde entraban los honorables al palacio, en mi lugar: era lo contrario. Cuando el palacio se veía a simple vista y solo era tapado por unos cuantos árboles, un insólito y encubierto grupo de seguridad me lanzó con desenvoltura una red, con la que se atrapaban las bestias del exterior, y se había atajado en la bicicleta conmigo incluido de postre.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora