Capítulo 75

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2004. Bran, Rumanía.

Los años del nuevo milenio avanzaban como un reloj que se había olvidado de esperar sus manecillas. Era el comienzo de un año maravilloso para la fructificación de nuestro amor, porque habíamos conversado formalmente sobre la inclusión de un nuevo miembro a la familia. No obstante, antes de ponerse sobre la marcha, estábamos dándonos un impresionante paseo por la auténtica Rumanía.

El escandaloso país del oriente europeo contenía una gran diversidad de castillos medievales y bosques vírgenes que lo hacían gozar de un aura de significativo encantamiento. Janett, estaba fascinada mientras superábamos la aglomeración de castillos y esperábamos con ansias visitar uno de los más importantes: el castillo de Bran.

Era una asombrosa arquitectura que me hacía viajar a la edad media para recordar los cuentos extravagantes del abuelo, en especial el del conde Drácula, que era su favorito desde la juventud.

Era increíble observar que además de los Olivos, el mundo también contenía edificaciones fortificadas, atesoradas de gran misterio e historia. Janett, que estaba impregnada de agrado, sacó la cámara para obtener una foto, ya le había contado acerca de nuestra venida al baluarte y esperaba con impaciencia un relato de mi parte. Le asentí risueño, y de inmediato, comencé con la depurada espontaneidad de palabras:

En las lejanías del oriente hay historia y magia en la tierra prometida, en el esperado encuentro de un rey que busca su hogar, o una reina que desea hallar el descanso. En la cúpula de sus cubiertas, existe un castillo de suntuoso tonelaje y arqueo indescifrable: ladrillos grisáceos e impecables, espacios infinitos y nostálgicos, y ventanales estrechos para soportar guerras desde las trincheras, porque se les espera en la ida de los tiempos y de sus aires, de sus artes y de sus almas.

Janett, logró capturar la foto con el panorama total del castillo. Y no me había dado cuenta, pero ella era genial y precisa para la fotografía, porque sus retratos eran excelentes. Pero me entristecía en el alma reconocer que nunca vería lo sobresalientes que eran sus fotos en pantalla.

—Janett —le dije, un tanto afligido—. ¿Sabes que no verás esas fotos?

—Sí —me dijo, sin inmutarse—, pero nuestros hijos sí.

Quedé suspendido en el aire y con una impresión que me llegó hasta el fondo del corazón; qué palabras tan preciosas me había contestado.

—Entonces... tomemos más —le aseguré, sonriente y encantado.

—¿No dijiste antes que no te gustan las fotos? —preguntó, sorprendida. A veces me contradecía con torpeza.

—Sí —afirmé sereno—. Pero contigo cualquier cosa puede soportarse.

No dijo más en ese momento y me dio un corto beso de labios. Luego, volvió a responder con enamoramiento:

—Ya es hora —me dijo.

—¿Sobre? —Estaba desprevenido.

—¿Qué más sería de lo que estamos hablando? De tener un hijo —cambió su tono, lo había arruinado.

—Todos los que quieras —le acepté con amor.

—Pero ahora.

—Ah, ¿Ahora? ¿En este momento? —le dije para confirmar, mi rostro parecía un poema porque era un tonto que preguntaba lo obvio.

—Sí.

—Pero... aquí hay gente —dije mirando para los costados con incomodidad.

—Obvio que aquí no —admitió con gracia y complicidad—. Pero estoy ansiosa, porque cuando tengamos nuestros hijos, les contaremos nuestra historia.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora