1990.
Estaba cumpliendo diecisiete años. Era más alto y parecía alguien de confiar... aunque no creyera mucho en ello.
—Hijo, mírate: eres un hombre hecho y derecho, pero a veces también necio —dijo mamá, grandiosa y en sonrisa de encanto mientras apretaba mi espalda con sus brazos recogidos. Se había portado hermosa conmigo en aquel día. Me obsequió una torta de chocolate con nuez de pasas y unas botas granates recién logradas por un fabricante menor.
Mi vida hasta ese día fue tranquila, solo vivía con mamá. Entretanto; mi padre, casi siempre estaba trabajando en los países del norte. Mis amigos eran pocos, pero los justos. Sin embargo, tenía un vacío adentro: era como un vaso que se suspendía en la mitad del líquido. No se llenaba con nada. Había algo que anhelaba tener y aunque nada asistía a mi pensar, se formaba en mis tardes libres y caía en la pesadez de la noche: confusa y desgastante, como el trabajo que construía las casas a pleno sol del día.
Un regreso que no dejaba de ser una piedra de acechanza en mis zapatos, ¿por qué un joven como yo, debía de sentir numerosa vaciedad de la nada?, preguntaba en los tiempos en que era normal para los chicos tener una compañía y andar de pantalones acampanados, aunque no fuera la excepción de oro en todos los casos comprobados.
Alguien tocó la puerta. Cuestionaba quién sería capaz de recordar mi cumpleaños en un día vetado cada tres años, porque era 29 de febrero. Mamá abrió mientras me ponía las botas, y mi nombre era gritado con brusquedad y cariño, una rara mezcla para alguien que podía saber de mis gustos frívolos. Me gustaba pensar que alguien decía mi nombre. Se percibía diferente y agradable... no lo creí en aquel momento, pero parecía ser el mejor tonto que conocía.
—¡Travis, mal amigo! Apenas acabas de venir y yo pensaba: "se le habrá olvidado" —Se acercó a darme un corto abrazo, dimos palmas y nos alejamos.
—Deja las tonterías, no olvido a mi mejor amigo por nada en el mundo —aseguró, animado.
Habían pasado siete meses desde la última vez que nos vimos. Travis había cumplido dieciocho hacía dos semanas y se veía más inmaduro e ingenuo que yo. Mi infancia se postraba ante el recuerdo nostálgico de los días, y Travis; era la pieza que reciclaba aquellos momentos. Cuando perdíamos el tiempo con gusto y llorábamos a todo pulmón cuando no nos soltaban de casa: risas, golpes inolvidables y bromas creaban aquellos retratos grabados en mis recuerdos con alegría.
Hablamos durante horas y horas al tiempo que jugábamos «al toma y dame», con las monedas que había conseguido trabajando con su tío borrachín.
—¡Me enamoré! —dijo Travis, orgulloso, cuando me iba ganando la partida.
—¿Y eso? Tan raro y extraño de observar —le dije sarcástico. Travis amaba la vida y también a las chicas, que muchas veces se obligaban a deletrearle un «hola» aunque no se lo mereciera por ser tan desagradable y burlón con ellas.
—Ojos claros, y tiene un gran... —Elevó su mirada hacia arriba mostrando su lengua, le detuve de inmediato.
—¿Sentido del humor? —pregunté con gracia— O, ¿no querrás decir que te gustó su figura?
—¡Bah, para nada! Solo veo el corazón —sonrió mientras me veía y apuntaba con el pulgar hacia su pecho.
Reí luego de que dijera eso, y más cuando recordaba que su primer amor platónico —de tantos— era Claudia Schiffer, la fantástica alemana de pelo rubio.
—¿Le viste el corazón? Deberías enseñarme a ver uno.
Travis hizo señas con la mano de no estar de acuerdo conmigo. Tú verás uno que te gustará —dijo serio, demasiado para lo que le conocía. Sonreí, confiaba mucho en él, era el único de mis amigos que sabía que nunca había tenido novia por la irremisible timidez que escribía a gritos en mi frente.
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Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)
RomanceJanett Lanchester es una aclamada princesa en el reino del Olivo, la última monarquía independiente que resta en el sur de América, sin embargo, tiene una condición que la hace muy especial: es ciega de nacimiento. Claude Rivarola es un joven del co...