Capítulo 14.

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A veces era difícil recordar más que olvidar. Tal vez porque, después de tantos sucesos cercanos a la muerte, el recordar se volvía algo imposible, y ya eso daba, inevitablemente, al olvido. Si no hay recuerdos, no hay que olvidar. Era una ventaja de doble filo, después de todo. Le gustaría no estar tan perdido en su mente todo el tiempo, pero entre más trataba de encajar, perdía más su tiempo en esconderse en su mente.

Era preciosamente fácil su forma de evadir los problemas, o al menos, aparentar hacerlo. Pero, ¿qué más se podía hacer cuándo su mente solo estaba sumergida en un miedo constante de no volver a caer en la demencia senil? Perder lo poco que le quedaba, amar a los que aún estaban, y no olvidar jamás lo que ocurría.

Perdona, pero nunca olvides. Porque, al momento de olvidar, cedías ante la idea de que no pasó nada, aunque sí lo haya pasado; no hay que dejar ese hecho, de hacerlo se volvería al inicio, y eso es algo que jamás podrá ocurrir.

—Me alegra que vinieras—. El hombre se trató de sentar en la cama. Henry estaba parado, estático, mirándolo sin decir nada. Ray trataba de no terminar de hacer el trabajo de matarlo; y estaba seguro de que Carolina sentía lo mismo—. Ha pasado tanto tiempo, cariño—. Ray hizo una mueca, asqueado—. Carolina me dijo que... No te volviera a ver... ¿Puedes creerlo? —. El chico parecía haber dejado de respirar. Ray se inclinó un poco, para observarlo. El chico estaba pálido, sin hacer expresión; el labio inferior le temblaba, y un chillido salió antepuesto a unas palabras.

— ¿Por qué? —. Se había escuchado fuerte y claro, bastante grueso para la voz suave de Henry.

—Por qué... ¿qué? —. Fingir demencia no lo salvaría de nada.

— ¿Por qué me hiciste tanto daño? —. Ray sintió su corazón dejar de latir. Henry estaba siendo más claro que de costumbre con sus palabras. La habitación se sumió en silencio, el padre de Henry había dejado su rostro alegre, para pasar a una expresión sombría.

—No te hice daño, jamás—. Cínico, pensó Ray—. Te amé tanto que quería demostrarlo como los adultos—. Unas arcadas subieron a su garganta. Era imposible que admitiera con tal soltura un delito. Claro, estaba en lecho de muerte; pero no dejaba de ser algo repugnante. La enfermera y el médico se alejaron de allí, a un rincón; ya sabían a qué iban ellos tres. La mujer del hombre letárgico estaba en otro extremo, en silencio. Todos, igualmente, escuchando con atención.

—Ja... —. Henry soltó un bufido, una risa—. ¿Eres imbécil?

—Henry... —. Entonces el rubio levantó la cabeza, mirando con el rostro iracundo al hombre frente de él.

—Me hiciste tanto daño, a un niño, ¿por qué me amabas? ¡¿Eres imbécil o el tabaco te quemó las neuronas?! ¡¿Crees que eso es una excusa valida?! No sé qué mierda esperaba viniendo acá. Esperando una excusa, algo, algo que me confirmara, que me diera la esperanza de que no eres solo una basura de la sociedad. Pero, viendo tu cara y tus respuestas, solo puedo estar seguro de la mierda que eres.

—Henry, cari-...

— ¡No me llames 'cariño', enfermo! —. El chico se acercó a la cama, Carolina iba a detenerlo, pero Ray la sostuvo. Henry se inclinó encima del mayor, demasiado cerca—. No sabes cuándo parar, ¿verdad? Nunca supiste. Nunca, por más que te rogué que pararas, por más que trataba de ser un buen hijo para no recibir ese dolor de alguien que pensé que me quería—. Carolina comenzó a chillar, y Ray la abrazó de los hombros, confortándola. Él tampoco podía escuchando los sucesos de forma explícita.

—Henry... Estoy muriendo...

— ¿Y a mí qué? Yo estaba pequeño, y a ti eso no te importó—. La máquina que registraba los latidos del corazón del padre de Henry, comenzó a sonar con mayor frecuencia.

Ciudades de cristal. |Henray|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora