OCHO

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Sam recostó la cabeza contra la parte posterior de la silla de Steve, estaba en su oficina esa mañana, supliendo su turno. Eso significaba doble trabajo y más fatiga. Los recuerdos de la noche anterior no habían ayudado en absoluto, no importaba cuánto intentara; María seguía ahí, deambulando con su sonrisa tranquilizadora y su mirada color cielo, tocando su rostro con ternura y susurrándole que lo amaba.

Hubiera querido quedarse ahí para siempre, entre sus brazos mientras el acariciaba su vientre abultado. La peor parte de todo fue tener que despertar.

Tragó con fuerza sintiendo el sabor amargo atravesar su garganta y el dolor cubrió su corazón.

Su hijo tendría cinco años y él y María habrían celebrado su séptimo aniversario.

El tiempo era su peor enemigo. Hubiera preferido morir ese día en el campo, recordarla a ella besándolo por última vez y prometiéndole que lo esperaría. Eso y no volver para no encontrarla.

Se restregó los ojos con fastidio queriendo evitar que nuevas lágrimas los surcaran, pero era casi imposible.

Mordió su labio inferior con rabia. La vida nunca era justa, maldecía incluso a Dios por su desgracia y luego volvía a rezar con tanta fe, esperando que un milagro se la devolviera aunque solo fuera para despedirse...

El sonido de la puerta lo hizo gruñir con molestia, pero agradeció dejar a un lado su melancolía.

—Adelante.

Su voz grave recibió en respuesta el sonido sutil de un par de tacones. Lo conocía bien; la manera cautelosa en la que caminaba como si no quisiera hacer ruido. Luego descubrió las esbeltas piernas, una falda gris ajustada y una blusa de satín color borgoña. Ahí estaba la rubia una vez más, sonriéndole de lado y con una propuesta en sus ojos avellana.

Sam la contempló con una mirada vacía, no había humor en su recibimiento, pero tampoco quería ser antipático con ella. No cuando parecía tan alegre.

—¿Qué te trae por aquí, Sharon?

—Quería visitarte, ¿Está bien si me pongo cómoda?

Sam le respondió con un movimiento dudoso de la cabeza. Ella se apoyó contra el aparador junto a la puerta.

—¿Por qué traes esa cara? Tenemos la oficina para nosotros dos.— sonrió con picardía.

La expresión de Sam se enserió aún más si era posible. Sharon chasqueó la lengua con disgusto.

—Ya veo...¿Es que tienes mucho trabajo? No me molestaría echarte una mano. Tengo tiempo. Además juraría que Natasha mencionó algo sobre el escondite secreto de bebidas de Steve.

—Realmente, llevo prisa. Estoy retrasado a una junta—respondió lo más neutral que le fue posible—, tal vez otro día.

Ella negó cabizbaja.

—No habrá otros días, Sam. Lo sabes. Llevas evitándome un tiempo sin razón aparente—lo apuntó con el índice, frunciendo su ceño a la par—. ¿Me equivoco? No creas que no me he dado cuenta de que solo me estás alejando despacio hasta que no lo note más y quede en el olvido.

Sam le respondió con su silencio. Vio a Sharon asentir con enojo y acercarse con pasos débiles hasta el escritorio. En ese momento todo brillo había desaparecido de sus ojos como quien extingue las llamas de un incendio. Su expresión ensombrecida lo hizo estremecerse.

—Es eso...—afirmó ella.

—No actúes como si estuviera rompiendo tu corazón, Sharon...Acordamos que sería casual y al parecer fue en beneficio más tuyo que mío.

𝐁𝐞𝐭𝐰𝐞𝐞𝐧 𝐭𝐡𝐞 𝐥𝐢𝐧𝐞 𝐨𝐟 𝐭𝐡𝐞 𝐩𝐨𝐰𝐞𝐫Donde viven las historias. Descúbrelo ahora