Capítulo 14 (1/2)

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Dejo los zapatos y los calcetines en el porche que da al pequeño jardín vallado de Rose y me paseo por el suelo de baldosas de su cocina, feliz de estar lejos del hospital, de Ash y de su confusa intensidad. Por un lado me gusta estar con ella, tiene una energía que me da la impresión de que tal vez sería capaz de descubrir algo sobre Nai. Pero, por otro lado, no sé... Me pone de los nervios.

Aquí, en casa de Rose, brilla el sol y se respira paz y tranquilidad.

Vive a solo unas manzanas de mí, pero así es Londres. Hay bloques de pisos y viviendas protegidas, adosados indistinguibles como el mío y casas como la de Rose, con sus entradas elegantes, sus sótanos y sus anexos acristalados, todo ello reunido bajo un mismo código postal. Los ricos y los pobres viven puerta con puerta, en mansiones de más de un millón de libras como esta o en el piso de dos habitaciones de Leo, que queda a unas pocas calles de distancia. Las cosas siempre han sido así, y los ricos y los pobres no tienen que irse muy lejos para ver cómo vive la otra mitad.

He salido pitando nada más recibir un mensaje de Rose en el que me decía que tenía que hablar conmigo, y sé que Ash se ha enfadado porque me he ido. A su parecer, la única explicación posible es que a Nai le ha pasado algo muy malo. No se cree que su hermana hubiera querido iniciar una nueva vida lejos de aquí, ni que lo tuviera todo planeado. Y la comprendo, pero, fuera lo que fuese lo que la llevó al río, ¿no sería un alivio pensar que no la había secuestrado un psicópata?

No obstante, lo único cierto es que seguimos sin saber nada.

Suspiro mientras me refresco los pies con las baldosas de mármol. La cocina de Rose no se parece en nada a la mía, que es vieja y oscura, con un frigorífico enorme y ruidoso y un lavavajillas que se sabe que es un lavavajillas. El padre de Rose es rico, y su casa va acorde a su estilo de vida. Aquí no se ven ni la nevera, ni la lavadora, ni el lavavajillas. La tele del salón es del tamaño de una pared. El suelo está frío bajo mis pies sudorosos, así que camino de un lado a otro, por dentro y por fuera de las puertas abiertas que conducen al jardín, donde está Rose sentada bajo la pérgola, practicando lo que dirá ante la cámara, y de nuevo hasta el salón para mirar mi reflejo en la tele gigante. Y vuelta a empezar.

—¡Hola, cariño! —dice Amanda al verme mientras baja por la escalera, con las gafas de sol sobre su linda cabecita rubia.

Va vestida como en las fotos de las revistas, pulcra y elegante, con poco o ningún maquillaje y un montón de laca. En el fondo me cae bien, y parece maja, pero pobre de mí si se lo digo a Rose. Supongo que eso es lo que pasa cuando se muere tu madre cuando aún eres una niña. Para ella nunca habrá otra persona tan buena como ella. En mi caso, todas las madres me parecen mejores que la mía. Amanda clava la mirada en mis pies descalzos y yo contraigo mis dedos sudorosos.

—¿Va todo bien? ¿Cómo está Naomi?

—Sin novedad, Amanda —le comento—. Pero gracias por preguntar.

Le dirijo una sonrisita tonta, con cuidado de no entablar conversación. Rose no soporta que intente hacerse amiga nuestra y nos diga que la llamemos Amanda, pero la verdad es que me alegro de no tener que llamarla «señora Carter». Solo tiene unos diez años más que yo, y me resultaría muy violento.

—¿Quieres comer algo, Rose? —le pregunta a su hijastra desde dentro de la casa.

Esta no responde.

—Voy a salir. ¿Te traigo alguna cosa?

Sigue sin responder.

—Bueno, pues ¡pásalo bien!

Amanda nunca demuestra que odia a Rose, pero se nota. Flota en el aire cuando se va, como su perfume caro.

En cuanto se cierra el pesado portón exterior, Rose pega un grito desde el jardín.

—¡Red, ven aquí!

Hace calor fuera, incluso para ser finales de septiembre, y Rose ha dispuesto con mimo su espejo, su maquillaje y una silla junto a la mesa para procurarse la mejor luz.

—Bueno —le digo—, ¿Quién es el pobre diablo con el que estás saliendo? —¿Cómo? —Rose arruga la nariz—. Cállate, no es nadie.

—Entonces ¿por qué querías verme con tanta urgencia? Estaba con Naomi.

—Tampoco es que Naomi vaya a enterarse —me replica.

—¡Rose, Nai es tu amiga!

—Ya lo sé, imbécil. Es mi amiga hasta la muerte, y además voy a ir luego, ¿no? Pero es que se me hace muy difícil verla así. ¿A ti no? ¿No te dan ganas de chillarle a la cara para que...? —Hace un gesto, pero no encuentra las palabras adecuadas—. En fin, lo que hay que hacer es subir un vídeo a la página antes del concierto, ahora mismo, así que vamos. Anda, píntame los labios.

—Rose... —la miro mientras me acerca una especie de lápiz—, yo no sé maquillar.

—Ni falta que te hace, solo tienes que perfilarme los labios y rellenarlos. Podrás hacer eso, ¿no? No es más que colorear.

De pronto, la idea de estar tan cerca de ella me marea. Es una tontería como una casa; pasamos mucho tiempo cadera con cadera, lado a lado, así que no sé por qué de repente me produce tanta ansiedad. Pero también sé que no va a parar hasta conseguir lo que quiera de mí, y no tengo fuerzas para pelear con ella.

—De acuerdo.

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