Capítulo 21

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Salgo tarde del hospital, pero no he tenido noticias de Ash. Me parece que lo que está haciendo le llevará bastante tiempo. Me cuesta no pensar en ella, perdida tras esa cortina de pelo oscuro, buscándole sentido a esta situación, y me siento bastante culpable. Soy yo quien descubre las conexiones, quien alimenta su necesidad de desvelar una verdad que tal vez ni siquiera exista. Y, además, he visto una foto vieja de papá en un periódico y he pensado que podría estar metido en asuntos turbios. Todos mis miedos secretos parecen muy plausibles.

De camino a casa, la ciudad tiene el mismo aspecto de siempre, la gente pasa a mi lado como si yo no existiera, igual que siempre; la maraña de pensamientos de mi cabeza parece una pesadilla que se desvanece a la luz del día. Me detengo un momento en el puente, respiro el aire cálido y contaminado mientras las grúas que hay a lo largo del Támesis brillan en la oscuridad, casi como planetas recién llegados a nuestro sistema solar.

«Tienes que recomponerte, Red, por tu propio bien y por el de Ash. Por Nai, e incluso por

Rose, que se ha esfumado sin que nadie sepa si está bien ni con quién se ha ido.» El problema de Rose es que es mucho más frágil de lo que parece, y a veces me da la impresión de que intenta romperse.

Saco el móvil y escribo solo dos palabras: ¿Estás bien?

Lo envío y espero, pero no hay respuesta. Al menos, ahora sabe que estoy pensando en ella. Ya es algo. Mañana, la buscaré a conciencia, me aseguraré de que está bien, porque Rose debe saber que, pase lo que pase, haga lo que haga, diga lo que diga, siempre estaré a su lado. Cuando quieres tanto a alguien como yo a ella, no puedes evitarlo.

Al abrir la puerta principal, me encuentro a mamá, sentada a la mesa. De inmediato veo que ha llorado. Me quedo un momento en el recibidor sin saber qué hacer.

Me ve y me sonríe.

—¿Te apetece una taza de té?

—Eh..., sí, claro, gracias —digo, aunque preferiría un refresco de la nevera. Me siento y dejo la mochila a mis pies.

—¿Qué pasa?

Mamá pone una taza delante de mí y vuelve a sentarse en su silla.

—¿Dónde está Gracie? —pregunto.

—En casa de una amiga —contesta mamá, con las manos apoyadas en la mesa.

Por primera vez, me doy cuenta de que las tiene cuarteadas y secas. Se le desprenden escamas de piel de los dedos y del dorso. Se ha mordido tanto las uñas que las tiene rojas y en carne viva. Las manos de mamá me dan pena.

—Quería darte las gracias por lo que has hecho esta mañana —empieza a decir, midiendo cada una de sus palabras—. Por levantar a Gracie y por vestirla. He sido muy borde contigo. Debería haberte dado las gracias.

—No pasa nada. —La observo con cautela. Tiene los ojos hinchados, con unas profundas ojeras —. No me importa ayudar.

—Mira, cariño —continúa—, sé que hace tiempo que las cosas no van bien. Y que están empeorando. Tú te das cuenta. Eres testigo de que tu padre casi no viene a casa y de que yo... — Titubea—. Sé que no soy perfecta, y a veces lo pago contigo.

Me mira y, durante un segundo, recuerdo cómo me sentaba en su regazo hace muchos años, me abrazaba y me susurraba historias al oído.

—No pasa nada —le digo, y deseo con todas mis fuerzas que sea así. Quiero que no le pase nada—. Tu vida ha sido dura y has tenido que arreglártelas sola. Pero me tienes a mí.

—Tampoco me extraña que todo se te haga cuesta arriba. Con lo de Naomi y... no sé, todo. Nunca has tenido a nadie a tu lado. Papá no suele estar mucho por aquí, y yo le presto mucha más atención a Gracie, y ya sé que no es justo. Creo que debería demostrarte más cuánto me importas y cuánto te quiero. Soy una mierda de madre.

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