Diez meses atrás

10 1 0
                                    

Nuestro primer bolo fue la hostia. Solo llevábamos juntos un par de meses, pero teníamos muchas canciones, las suficientes para montar un concierto. Ah, y éramos buenos que te cagas. No sonábamos como un grupo escolar, ni como una panda de críos que se junta a pasar el rato. Éramos buenísimos.

Cuando tocábamos los cuatro juntos, no se nos escapaba ni una nota. Era como si nuestro destino fuese encontrarnos y dejar nuestra huella en la historia de la música con nuestro sonido radical. Era emocionante.

Para entonces, ya éramos amigos, compartíamos risas y bromas. Salíamos y hablábamos sin parar. Yo era una pieza del engranaje. Por primera vez en la vida, sentía que formaba parte de algo especial y mágico.

Nai nos consiguió el primer bolo a fuerza de acosar y perseguir al dueño de un pub que tenía una sala en la parte de atrás en la que podíamos tocar. No quería pagarnos, pero nos daba igual, aunque no viniera nadie a vernos, ¡teníamos un bolo! Y eso, por sí solo, ya era pura magia.

Cuando terminamos de montar el equipo, la sala estaba vacía. No había luz, solo un par de bombillas en el techo que se bamboleaban. Daba igual, era nuestra puesta de largo. Y sonábamos de puta madre. La pista seguía desierta, pero no nos dimos ni cuenta. Solo nos fijábamos los unos en los otros. Nuestras miradas se cruzaban, golpeábamos el suelo con los pies, nos balanceábamos y movíamos los labios. Aunque nunca había tenido relaciones sexuales, me costaba creer que el sexo pudiera ser mejor que eso: cuatro personas tan conectadas que conocían el ritmo al que latía el corazón de los demás.

Entonces, empezó a llegar gente del bar con cuentagotas, hasta que, a la quinta canción, conseguimos reunir a una multitud, y la temperatura subió tanto que el vapor se condensaba en el techo y caía como gotas de lluvia. Tocamos todas nuestras canciones; cuando se nos acabaron, versionamos todas las que se nos ocurrieron, hasta que tuvimos al público rendido ante nosotros y pidiéndonos que siguiéramos. Era la mejor droga del mundo.

Al final, el dueño del local nos ordenó que acabásemos y desconectó el equipo, provocando los abucheos de todo el bar, que exigía a gritos más bises. Era increíble. Una vez en el pasillo, me bebí una botella de agua casi entera, y me encontré con Rose, que salía de los lavabos.

—Eres genial —me dijo, cogiéndome la cabeza y estampándome un beso en la boca cerrada—. Te quiero mucho, Red.

Después de que se fuera, necesité un buen rato para recomponerme e intentar comprender qué me ocurría. Mi corazón iba a toda velocidad, pero ¿era por su beso o por la actuación? En cualquier caso, la adrenalina me hacía temblar, y supe que ya no había marcha atrás. Me había enamorado de una chica que ni me correspondía entonces, ni lo haría nunca.

ientras cargábamos mi equipo en la furgoneta de un colega de Rose, después de que todo el mundo se hubiera ido, el dueño del local vino a vernos. Se encendió un cigarro y nos dijo:

—Si queréis, podéis venir a tocar otro día.

—Solo si nos pagas —respondió Naomi.

—Cincuenta libras —resopló él.

Nos sentimos millonarios.

Mirror mirrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora