Capítulo 1 (2/2).

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Y seguimos ensayando todo el verano los tres, pero la fecha del concierto se acercaba, y entonces nos dimos cuenta de que teníamos que buscar un nuevo bajista. Vaya una mierda.

Naomi era... es... la mejor bajista con la que he tocado, cosa rara porque es una chica, y las tías no suelen ser tan buenas. No es sexista, sino un hecho. Para tocar bien el bajo hace falta estar muy dispuesto a ser invisible, y a las chicas —bueno, a las normales— les gusta que las miren.

Pero hoy debo seguir adelante. Tengo que espabilarme. Salgo a rastras de la cama y miro el montón de ropa arrugada que hay en el suelo.

Para Leo es fácil, es el típico tío que sale de la cama y está guapísimo.

Cuando levanta su guitarra parece un dios, y las chicas lo adoran. La verdad es que no me parece justo que un chico pueda tener tanta seguridad en sí mismo a los dieciséis, como si de la noche a la mañana se hubiera convertido en todo un hombre: alto, musculado y con la voz profunda.

Yo, por el contrario, sigo aún en una fase extraña, vivo en ella o, más bien, soy esa extraña fase. Si hubiera un emoticono para describirla, sería mi cara. De hecho, he aceptado que seguiré igual cuando tenga cuarenta y cinco años y esté a punto de morir.

Quiero parecer guay como Leo, aunque me resulte imposible verme igual de genial con una camiseta blanca lisa, vaqueros, sudadera y zapatillas blancas inmaculadas. En realidad ser guay está fuera de mi mano, aparte de lo que se me contagie por ser colega de Leo.

Rose también está radiante, pero porque es preciosa, y no tiene ni que molestarse siquiera para serlo. Lleva mechas californianas rubias en el pelo castaño oscuro; no está tan delgada como otras chicas, pero sus tetas y sus caderas tienen hipnotizados a todos los tíos del instituto Thames.

Eso no es todo: también se pone un kilo de maquillaje, a pesar de estar más guapa sin él. Tal vez lo haga por eso. Se peina hacia atrás y se hace agujeros en las medias a propósito. Rose sabe lo que le queda bien, y, cuando se aplica, carga el aire de electricidad estática y detona millones de pequeñas bombas a su paso.

Otras chicas tratan de imitarla, pero no hay muchas como ella. Juro por Dios que es la única tía que conozco a la que todo le importa una mierda.

Y cuando canta... las paredes vibran. La envidia se desata. Las erecciones se multiplican.

De los cuatro miembros de nuestra magnífica familia de inadaptados, Naomi era... es la que más se parece a mí. Si Leo y Rose son de los que se la trae al pairo esa mierda de la popularidad, Nai y yo somos la realeza de los frikis.

Ella, con sus gafas de montura gruesa que le cubren la cara con forma de corazón y ocultan sus dulces ojos marrones. Sus camisas abrochadas hasta el último botón y sus faldas plisadas más largas que las de nadie. Sus zapatos cómodos, bien atados y lustrosos. En el fondo, su descoordinación deliberada y sus excentricidades son toda una declaración de principios, una muestra de originalidad sin concesiones.

Naomi y yo íbamos a veces a la biblioteca durante el recreo y no hacíamos otra cosa que sentarnos a leer, inmóviles y en silencio. Eran momentos de serenidad absoluta. Entonces pasaba por delante algún fulano pretencioso y Nai me miraba por encima de su libro y enarcaba una ceja. Éramos dos superfrikis que irónicamente habían llegado hasta los primeros puestos de la carrera por la popularidad.

Y cuando se ponía al bajo... Madre mía, jamás había oído a nadie que tocara tan de puta madre. Conmigo a la batería, llevábamos el ritmo del grupo y le dábamos el rollo especial que busca cualquiera que se sube a un escenario.

Paso de pensar en lo que voy a ponerme, así que a tomar por culo: camisa a cuadros, vaqueros, camiseta blanca debajo; mi uniforme habitual. Rollo leñador, como lo llama Rose.

Por lo menos ya no tengo que preocuparme por el pelo, porque me lo he rapado casi todo.

Zanahoria. Panocha. Pelo polla.

Son cosas que me han llamado por tener el pelo rojo y además rizado. Según me dice Rose, podría arreglármelo. Se muere de ganas por echarme algún producto para alisarlo, pero yo me niego. Y se ofrece a teñírmelo de negro cada tres días más o menos, pero también paso. Tengo el pelo rojo. El mundo tendrá que aceptarlo.

Además, si tuviera el pelo negro, no podrían seguir llamándome Red, y mi apodo es lo único chulo que tengo.

Lo que hice fue cortármelo mucho el día antes de que Nai desapareciera. No se lo dije a nadie, fui a la peluquería y le pedí que me rapara por los lados, pero que me lo dejase largo por arriba, lo bastante para que me cayera sobre los ojos y rebotara y se agitase cuando me siento a la batería. Mi madre se tiró una hora entera echándome la bronca cuando lo vio. Y no es broma: dijo que parecía que acabara de salir de una cárcel de máxima seguridad.

Cuando mi padre regresó a casa tras pasar toda la noche en una de sus «reuniones del Ayuntamiento», ella se puso a reñirlo porque no me dijo nada.

Fue peor cuando me perforé la oreja cuatro veces, así que desde entonces no me molesto en contarles las cosas que hago para sentirme yo. No me compensan las chapas que me dan.

Ya me había dado cuenta hacía mucho tiempo de que mis padres no me iban a salvar, curar ni ayudar. Están los dos tan absortos en su propia autodestrucción que mi hermanita Gracie y yo somos poco más que daños colaterales. Lo creas o no, una vez que fui consciente de eso, mi vida se volvió mucho más sencilla.

Claro que me cuesta obviar que mi madre me odia y mi padre es un cerdo, pero lo intento con todas mis fuerzas.

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