PRIMERA PARTE del tamesis al garona

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PRIMERA PARTE:


Del Támesis al Garona.


I


«Nadie se evade de la Torre de Londres...»


Un enorme cuervo, reluciente, monstruoso, tan grande como un ganso, daba saltos ante el


tragaluz. A veces se detenía, bajas las alas, entornados los párpados sobre sus pequeños ojos


redondos, como si fuera a dormirse. Luego, de repente, levantando el pico, intentaba atacar los ojos


del hombre que se encontraba tras los barrotes del tragaluz. Aquellos ojos grises, color de pedernal,


parecían atraer al pájaro. Pero el prisionero retiraba con presteza el rostro. Entonces el pájaro


reanudaba su paseo, a saltos torpes y cortos.


El hombre sacó la mano por entre los barrotes, una hermosa mano grande y larga; nerviosa;


la avanzó insensible, la dejó inerte, parecida a una rama extendida sobre el polvo del suelo, y


esperó el momento de apresar al cuervo por el cuello.


El pájaro, rápido a pesar de su tamaño, se apartó de un salto, lanzando un ronco graznido.


-Ten cuidado, Eduardo, ten cuidado -dijo el hombre, detrás de la reja del tragaluz-. Un día


conseguiré estrangularte.


Porque el prisionero había bautizado al taimado pájaro con el nombre de su enemigo, el rey


de Inglaterra.


Hacía dieciocho meses que duraba el juego, dieciocho meses que este deseaba estrangular al


negro pajarraco, dieciocho meses que Roger Mortimer, octavo barón de Wigmore, gran señor de las


Marcas galesas y ex-lugarteniente del rey en Irlanda, llevaba encerrado, en compañía de su tío


Roger Mortimer de Chirk, antiguo gran juez del país de Gales, en un calabozo de la Torre de


Londres. La costumbre establecía que los prisioneros de tal categoría, que pertenecían a la mas


antigua nobleza del reino, tuvieran alojamiento decente. Pero el rey Eduardo II, que había


capturado a los dos Mortimer en enero de 1322, tras su victoriosa batalla de Shrewsbury sobre los


barones rebeldes, les había asignado una celda estrecha y baja, a ras del suelo, en los nuevos


edificios que acababa de construir a la derecha de la Torre del Reloj. El rey, que se había visto


obligado, por la presión de la corte, de los obispos y del mismo pueblo, a conmutar por cadena


perpetua la pena de muerte que había decretado contra los Mortimer, esperaba que esta celda


malsana, esta cueva en la que se podía tocar el techo con la frente, haría, con el tiempo, el trabajo


del verdugo.


De hecho, si bien los treinta y seis años de Roger Mortimer de Wigmore habían podido


resistir semejante prisión, por lo contrario, los dieciocho meses de bruma que se colaba por el


tragaluz, de humedad que rezumaban las paredes, o de espeso tufo estancado durante la época de

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora