capitulo 2

43 1 0
                                    

II
Regreso a Neauphle.

¿Era tan pequeña la casa de banca de Neauphle, tan baja la iglesia situada al otro lado del
minúsculo campo de feria y tan estrecho el empinado camino que torcía para ir a Cressay, Thoiry,
Septeuil? El recuerdo y la nostalgia agrandan extrañamente la realidad de las cosas.
¡Habían pasado nueve años! Aquella fachada, los árboles, el campanario, le hacían de
pronto nueve años mas joven. Mejor dicho, lo envejecían nueve años.
Guccio había hecho instintivamente el mismo gesto de otro tiempo, inclinándose para cruzar
la puerta baja que separaba las dos piezas del negocio a ras del suelo. Su mano había buscado
instintivamente la cuerda de apoyo a lo largo del madero de encina que servía de eje a la escalera
de caracol, para subir a su antigua habitación. ¡Allí era donde había amado tanto, como nunca
antes, como nunca después!
La exigua pieza, bajo el entramado del techo, olía a campo y a recuerdos del pasado. ¿Cómo
una habitación tan pequeña había podido contener un amor tan grande? Por la ventana, apenas
ventana sino lumbrera, se veía el mismo paisaje de siempre. Los árboles estaban ya floridos en
aquel comienzo de mayo, como en la época de su partida, nueve años antes. ¿Por qué los árboles en
flor producen una emoción tan grande? Entre las ramas de los melocotoneros, rosadas y redondas
como brazos, aparecía el tejado de la cuadra, aquella cuadra en la que se había escondido Guccio
ante la llegada de los hermanos Cressay. ¡Ah, que miedo había pasado aquella noche!
Se volvió hacia el espejo de estaño, que seguía en el mismo lugar, sobre el cofre de encina.
Todo hombre, cuando recuerda sus debilidades, se tranquiliza mirándose, olvidando que los rasgos
de energía que lee en su rostro sólo le impresionan a él y que fue débil delante de los demás. El
pulido metal devolvía a Guccio la imagen de un muchacho de treinta años, moreno, con una arruga
bastante profunda entre las cejas y unos ojos oscuros, de los que no estaba descontento ya que esos
ojos habían visto muchos paisajes: la nieve de las montañas, las olas de los mares, habían
encendido el deseo en el corazón de las mujeres y habían mantenido la mirada de los príncipes y de
los reyes.
¿Por qué, Guccio Baglioni, amigo mío, no has continuado una carrera tan hermosamente
comenzada? Fuiste de Siena a París, de París a Londres, de Londres a Nápoles, a Lyon, a Aviñón;
llevaste mensajes para las reinas, tesoros para los prelados, y durante dos largos años estuviste entre
los mas grandes personajes de la tierra, encargado de sus intereses o de sus secretos. Apenas tenías
veinte años y de todo saliste airoso. No hay más que ver las atenciones que te tienen ahora, al cabo
de nueve años de ausencia para comprender los recuerdos que dejaste. Empezando por el mismo
Padre Santo. En cuanto sabe que estás de nuevo en Aviñón por un asunto de crédito, él, el soberano
pontífice, desde lo alto del trono de San Pedro y en medio de tantas ocupaciones, pide verte, se
interesa por tu suerte, se inquieta al saber que estás privado de tu hijo y dedica algunos de sus
preciosos minutos a darte consejos. «...Un hijo debe ser educado por su padre», te dice, y te da un
salvoconducto de mensajero papal, el mejor que existe.
...¡Y Bouville! Bouville, a quien acabas de visitar, como portador de la bendición del Papa
Juan, te trata como a un amigo esperado desde hace tiempo, con lágrimas en los ojos, y te da uno de
sus sargentos de armas para acompañarte en tu viaje, y una carta, estampada con su sello, dirigida a
los hermanos Cressay, para que te dejen ver a tu hijo...!
Así, los mas altos personajes se le ofrecían a Guccio, y, según pensaba el, sin motivo
interesado, simplemente por la amistad que inspiraba su persona, por la agilidad de su mente, y sin
duda por una cierta manera de comportarse con los grandes de este mundo, que en el era don de la
naturaleza.
¡Ah! ¿por qué no había perseverado? Se hubiera convertido en uno de estos grandes
Lombardos, tan poderosos en los estados como los mismos príncipes, como Macci de¡ Macci,
actual guardián del tesoro real de Francia, o bien como Frescobaldi de Inglaterra, que entraba, sin
hacerse anunciar, en casa del canciller del Tesoro.
¿Era demasiado tarde? Guccio se sentía superior a su tío, capaz de triunfos más brillantes.
Porque, juzgando las cosas con imparcialidad, el trabajo que el buen Spinello realizaba al frente de
su negocio era bastante corriente. Había llegado a ser, ya viejo, capitán general de los Lombardos
de París. Ciertamente, tenía buen sentido y astucia; pero no muy grandes ambiciones ni
extraordinario talento. Guccio consideraba todo esto de una manera imparcial, ahora que había
pasado la edad de las ilusiones y se sentía hombre de juicio ponderado. Si, se había equivocado. Y
no podía ocultarse a sí mismo que la desgraciada aventura con María de Cressay había sido la causa
de sus renunciamientos.
Porque durante largos meses, su pensamiento no había estado ocupado más que por el
deplorable acontecimiento y todos sus actos habían sido dirigidos a disimular aquel fracaso.
Resentimiento, decepción, abatimiento, vergüenza de ver a sus amigos y protectores después de un
desenlace tan poco glorioso; sueños de desquite... Su tiempo se había consumido en eso, mientras
empezaba una nueva vida en Siena, donde nadie sabía de su triste aventura de Francia más que
aquél a quien se lo quisiera contar. ¡Ah, aquella ingrata no sabía el gran destino que había hecho
fracasar al negarse a huir con el en otro tiempo! ¡Cuantas veces, en Italia, había pensado en esto
amargamente! Pero ahora iba a vengarse...
¿Y si de pronto María le decía que seguía amándolo, que lo había estado esperando y que
sólo una equivocación espantosa había sido la causa de su separación. Si, ¿si hubiera sido eso?
Guccio sabía que en ese caso no resistiría, que olvidaría sus agravios y que se llevaría a María de
Cressay a Siena, al palacio familiar para mostrar a su bella esposa a sus conciudadanos. Y para
enseñar a María aquella nueva ciudad, menos grande que París o Londres, pero a las que superaba
en magnificencia arquitectónica, con su Municipio recién acabado, en el que el gran Simone
Martini estaba dando actualmente el último toque a los frescos interiores; con su catedral negra y
blanca, que sería la más hermosa de Toscana una vez acabada su fachada. ¡Ah, que placer
compartir lo que se quiere con una mujer amada! Pero, ¿qué hacía soñando ante un espejo de
estaño, en lugar de correr a Cressay y aprovechar la emoción de la sorpresa?
Luego reflexionó. Las amarguras de nueve años no se olvidan de golpe ni tampoco el miedo
que lo había alejado un día de aquel mismo jardín. Los furiosos gritos de los hermanos Cressay que
querían despanzurrarlo... Sin un buen caballo, estaría muerto. Era preferible enviar al sargento de
armas con la carta del conde de Bouville; así la tentativa tendría más peso.
Pero María ¿seguiría tan hermosa como hacía nueve años? ¿Se sentiría orgulloso de llevarla
a su lado?
Guccio creía haber alcanzado la edad en que uno obra por la razón. Sin embargo, a pesar de
la arruga que se le marcaba entre las cejas, seguía siendo el hombre de siempre, la misma mezcla de
astucia y candidez, de orgullo y de sueños. Tan cierto es que los años cambian poco nuestro
carácter y que no hay edad que nos libre de errores. Los cabellos encanecen más de prisa que
nuestras debilidades.
Cabe pensar en un hecho durante nueve años, esperarlo, temerlo, rogar a la virgen cada
noche para que se realice y rezar a Dios cada mañana para que no suceda; preparar noche tras
noche y mañana tras mañana lo que se dirá si se produce, murmurar todas las respuestas que se
darán a las preguntas que uno se ha imaginado, prever las mil maneras en que puede sobrevenir ese
hecho... Sobreviene, y se encuentra uno desamparado.
En esta situación se encontraba María de Cressay aquella mañana, porque su sirvienta,
confidente en otro tiempo de su felicidad y de su drama, llegó corriendo a susurrarle que había
vuelto Guccio Baglioni. Que lo habían visto llegar al pueblo de Neauphle, que tenía aspecto de gran
señor, que le servían de escolta varios sargentos del rey, que debía de ser mensajero del Papa... Los
rapaces en la plaza han mirado boquiabiertos el arnés de cuero amarillo bordado con las llaves de
San Pedro. Debido a este arnés, regalo del Papa al sobrino de su banquero, todos los cerebros del
pueblo se han puesto a trabajar.
Y la sirvienta está allí, sofocada, rojas las mejillas, brillantes los ojos por la emoción, y
María de Cressay no sabe lo que ha de hacer.
Dice:
-¡Mi vestido!
Ha dicho esto sin reflexionar, y la sirvienta ha comprendido, ya que María tiene pocos
vestidos, que no puede pedir otro que el confeccionado antiguamente con la hermosa tela de seda
regalada por Guccio, aquel vestido que saca del cofre todas las semanas, que cepilla
cuidadosamente, que ventila, ante el que llora algunas veces, y que no se pone nunca.
Guccio puede aparecer de un momento a otro. ¿Lo ha visto la sirvienta? No. Ella solo trae
los rumores que corren de puerta en puerta... Tal vez esté ya en camino. ¡Si María dispusiera al
menos de un día para prepararse...! Ha esperado nueve años, y ahora no tiene un instante.
No importa que esté fría el agua que se echa por pecho, vientre y brazos, delante de la
sirvienta, que se vuelve de espaldas, sorprendida por el súbito impudor de su dueña; luego mira de
reojo aquel hermoso cuerpo que verdaderamente es lástima que lleve tanto tiempo sin hombre, y
siente celos al contemplarlo pleno, firme, parecido a una bella planta bajo el sol. Sin embargo, los
senos están mas pesados que en otro tiempo y se hunden ligeramente en el pecho; los muslos no
están tan lisos, y la maternidad ha dejado en el vientre algunas estrías. también se aja el cuerpo de las jóvenes nobles, menos que el de las sirvientas, cierto, pero se aja de todos modos; es la justicia
de Dios que iguala a todas las criaturas.
María entra difícilmente en el vestido. ¿Se ha encogido la tela al no usarla, o es que María
ha engordado? Se diría mas bien que la forma de su cuerpo se ha modificado, como si los contornos
y redondeces no estuvieran en el mismo lugar. Ha cambiado. Sabe que se ha espesado el rubio vello
sobre su labio, que en su rostro se han acentuado las manchas rosáceas, del aire del campo; y sus
cabellos dorados, cuyas trenzas ha de hacer apresuradamente, no tienen la luminosa flexibilidad de
antaño.
Y ahora, ahí está María enfundada en su vestido de fiesta, que le molesta un poco en las
sisas y sus manos enrojecidas por los trabajos domésticos que surgen de las mangas de seda verde.
¿Qué ha hecho todos aquellos años, que ahora no parecen más que un suspiro del tiempo?
Ha vivido del recuerdo. Diariamente se ha nutrido de sus pocos meses de amor y felicidad,
como si se tratase de una provisión de grano rápidamente entrojada. Ha triturado cada instante de
ese pasado en el molino de la memoria. Ha revisto mil veces llegar al joven Lombardo para
reclamar su crédito, y expulsar al maligno preboste. Mil veces ha sentido su primera mirada y ha
rehecho su primer paseo. Ha repetido mil veces su promesa en el silencio y la sombra nocturna de
la capilla delante del monje desconocido. Mil veces ha descubierto su embarazo. Mil veces ha sido
arrancada violentamente del convento de muchachas, situado en el arrabal de SaintMarcel, y ha
sido llevada en litera cerrada, apretando a su hijo contra su pecho, a Vincennes, al castillo de los
reyes. Mil veces ha presenciado cómo envolvían a su hijo en los pañales reales, para devolvérselo
muerto y sentir como si le apuñalaran el corazón. Sigue odiando a la difunta condesa de Bouville, y
confía en que sea presa de los tormentos infernales. Mil veces ha jurado ante el evangelio guardar
al pequeño rey de Francia, no revelar, ni siquiera en confesión, los atroces secretos de la corte, y no
ver nunca mas a Guccio, y mil veces se ha preguntado: «¿Por qué ha tenido que ocurrirme esto a
mí?»
Ha preguntado al ancho cielo azul de los días de agosto, a las heladas noches de invierno
que ha pasado tiritando sola entre las sábanas tiesas, a las auroras sin esperanza y a los crepúsculos
que no han traído nada. ¿Por que?
Ha preguntado también a la ropa blanca llevada al coladero, a las salsas removidas sobre el
fuego de la cocina, a la carne puesta en el saladero, al arroyo que corre al pie de la casa solariega,
en cuya orilla se cortan los juncos y lirios las mañanas de procesión.
Ha habido momentos en que ha odiado furiosamente a Guccio, por el solo hecho de existir
y de haberse cruzado en su vida, como viento de tormenta que atraviesa una casa con las puertas
abiertas; y en seguida se ha reprochado este pensamiento como si fuera una blasfemia.
Se ha considerado una gran pecadora a la que el Todopoderoso ha impuesto esta perpetua
expiación; una mártir, una especie de santa destinada por la voluntad divina a salvar la corona de
Francia, la descendencia de San Luis, todo el reino en la persona del niño a ella confiado... Así,
poco a poco, una persona se puede volver loca, sin que se den cuenta los que la rodean.
Por algunas palabras del empleado de la banca a la sirvienta, de cuando en cuando María
tenía noticias del único hombre que había querido, de su esposo, a quien nadie reconocía este título.
Guccio vivía. Eso era lo único que sabía. ¡Cuánto ha sufrido al imaginarlo en un país extranjero, en
una ciudad lejana, entre parientes desconocidos de ella, junto a otras mujeres seguramente, y con
otra esposa quizá! ¡Y ahora Guccio estaba a un cuarto de legua! ¿Había vuelto por ella, o por
arreglar algún asunto de la banca? ¿No sería todavía más horrible si estuviera tan cerca y no fuese
por causa de ella? ¿Y podría reprochárselo, cuando nueve años atrás, se negó a verlo, y le indicó
tan duramente que no se acercara más, sin poder revelarle la razón de esta crueldad? Y de repente,
grita:
-¡El niño!
Guccio querrá conocer a ese jovencito que cree su hijo. ¿No habrá vuelto por este motivo?
Jeannot está allí, en el prado que se ve desde la ventana, situado junto al Mauldre, arroyo
bordeado de lirios y de tan Poca profundidad que no podía preocupar, jugando con el hijo menor
del palafrenero, los dos hijos del carretero y la hija del molinero, redonda como una bola. Lleva
barro en las rodillas, en la cara y hasta en el remolino de cabellos rubios que le caen sobre la frente.
Grita con fuerza. Este hijo, a quien se cree bastardo, hijo del pecado, y que como a tal se le trata,
tiene las pantorrillas firmes y rosadas.
¿Cómo no se dan cuenta los hermanos de María, los campesinos de su hacienda, la gente de
Neauphle, de que Jeannot no tiene el rubio dorado, casi rojizo, de la madre, y menos aún la tez
oscura, color de especias, de Guccio? ¿Cómo no ven que es un verdadero capetino, que tiene cara
ancha, ojos azul pálido, fuerte mandíbula y el color rubio de la paja? El rey Felipe el Hermoso era
su abuelo. ¡Es extraño que la gente tenga los ojos tan poco abiertos y sólo vea en las cosas y en los
seres la idea que de ellos se ha forjado!
Cuando María pidió a sus hermanos que enviaran a Jeannot al cercano convento de los
Agustinos para qué aprendiera a leer y a escribir, se encogieron de hombros.
-Nosotros sabemos leer un poco, y no nos ha servido de nada; no sabemos escribir y
tampoco nos serviría -respondió Juan de Cressay-. ¿Por qué quieres que Jeannot aprenda más cosas
que nosotros? El estudio es bueno para los clérigos, y tu hijo no puede serlo porque es bastardo.
En el prado de los lirios, el niño sigue a regañadientes a la sirvienta que ha ido a buscarlo.
jugaba a hacer de caballero, y en ese momento, con una vara en la mano, tenía que asaltar las
defensas del cobertizo, donde los malos tenían prisionera a la hija del molinero.
Los hermanos de María vuelven de inspeccionar sus campos. Están llenos de polvo, huelen
a sudor de caballo y tienen las uñas negras. Juan, el mayor, es ya igual que su padre: tiene el vientre
caído, la barba enmarañada, la dentadura estropeada y le faltan los colmillos. Espera que haya
guerra para revelarse, y cada vez que oye hablar de Inglaterra, grita que el rey no tiene mas que
poner en pie al ejército para ver lo que es capaz de hacer la caballería. No es caballero; pero podría
llegar a serlo en su campaña. Solo ha conocido el embarrado ejército de Luis el Turbulento, y no
contaron con él para la expedición de Aquitania. Tuvo un momento de esperanza al conocer las
intenciones de cruzada atribuidas a monseñor Carlos de Valois. Pero monseñor de Valois había
muerto. ¡Ah, que buen rey habría sido aquel barón!
Pedro de Cressay, el hermano menor, ha quedado más delgado y pálido, pero no cuida
mucho mas su aspecto. Su vida es una mezcla de indiferencia y de rutina. Ninguno de los dos se ha
casado. Desde la muerte de su madre, la señora Eliabel, su hermana lleva la casa; tienen, pues, a
alguien que se ocupe en la cocina y en su basta ropa; contra quien pueden encolerizarse más
fácilmente que lo harían con su propia esposa. Si sus calzas están destrozadas, pueden hacer
responsable a María de no haber encontrado una esposa apropiada a su categoría debido a la
deshonra que ha echado sobre la familia.
Sin embargo, viven con cierta holgura gracias a la pensión que el conde de Bouville pasa
regularmente a la joven con el pretexto de haber sido nodriza real, y gracias también a las
provisiones que el banquero Tolomei continúa enviando a quien cree su sobrino. El pecado de
María ha sido, pues, provechoso para los dos hermanos.
Pedro conoce en Montfort-l'Amaury a una burguesa viuda, a la que visita de vez en cuando,
y precisamente esos días se acicala con aire culpable. Juan prefiere dedicarse sólo a su trabajo, y
con poco gasto se considera señor, ya que algunos mozos de las aldeas vecinas adoptan sus
maneras.
Pedro y Juan se sorprenden al encontrar a su hermana vestida con su traje de seda, y a
Jeannot pataleando porque le lavan la cara. ¿Es que es fiesta hoy y se han olvidado?
¡Guccio está en Neauphle -dice María.
Y se aparta, porque Juan sería capaz de darle una bofetada. Pero no; Juan se calla, y mira a
María. Lo mismo hace Pedro, con los brazos caídos. No tienen el cerebro preparado para lo
imprevisto. Guccio ha vuelto; la noticia es de bulto, Y necesitan varios minutos para asimilarla.
¿Qué problemas le va a plantear? Sentían viva simpatía por Guccio, se veían obligados a
reconocerlo, cuando era su compañero de caza, y les traía halcones de Milán y el mozo hacía el
amor a su hermana en sus narices sin que ellos se dieran cuenta. Luego quisieron matarlo cuando la
señora Eliabel descubrió el pecado en el vientre de su hija. Después lamentaron su violencia cuando
visitaron al banquero Tolomei en su mansión de París, Y comprendieron, demasiado tarde, que
hubiera sido menos deshonroso para su hermana casarse con un Lombardo rico que verla madre de
un hijo sin padre.
No tienen mucho tiempo para reflexionar, ya que el sargento de armas con librea del conde
de Bouville, cabalgando un gran caballo bayo, con cota azul dentellada, entra en el patio de la casa
solariega, que se llena en seguida de rostros atónitos. Los campesinos se quitan el gorro, por las
puertas entreabiertas surgen cabezas de niños, Y las mujeres se secan las manos en el delantal.
El sargento acaba de entregar dos mensajes al sire Juan: uno de Guccio, otro del conde de
Bouville. Juan de Cressay adopta el aire importante y altivo del hombre que recibe una carta;
enarca las cejas y ordena con voz fuerte que den de comer y beber al mensajero, como si este
acabara de recorrer quince leguas. Luego, en compañía de su hermano, se retira a leer. No bastan
los dos, tienen que llamar a María, que sabe descifrar mejor que ellos los signos de la escritura.
Y María se pone a temblar, temblar, temblar.
-No lo comprendemos, messire. Nuestra hermana se ha puesto de repente a temblar, como si
acabara de aparecer ante ella el propio satán, y hasta se ha negado a veros. En seguida ha sido
sacudida por grandes sollozos.
Los dos hermanos Cressay estaban muy turbados. Se habían hecho limpiar las botas, y
Pedro se había puesto la cota que sólo llevaba para visitar a la viuda de Montfort. En la segunda
pieza de la banca de Neauphle, delante de Guccio, que les ponía mala cara y ni siquiera les había
invitado a tomar asiento, los dos hermanos estaban confusos, y su mente atraída por sentimientos
contrarios.
Al recibir las cartas, dos horas antes, habían creído que podrían negociar la partida de su
hermana y el reconocimiento de su matrimonio. Mil libras contantes y sonantes es lo que pedirían.
Un Lombardo bien podía desembolsar esta cantidad. Pero María, con su extraña actitud y su
obstinación en no ver a Guccio, había echado por tierra sus esperanzas.
-Hemos intentado hacerla entrar en razón, en contra de nosotros mismos, ya que si nos
dejara nos haría mucha falta puesto que lleva la casa. Pero en fin, comprendemos que si, después de
tanto tiempo, venís a solicitarla, es porque verdaderamente es vuestra esposa, aunque el matrimonio
se celebrara en secreto. Además, ha pasado tiempo...
Quien hablaba era el barbudo, y al hablar se embarullaba un poco. El menor se contentaba
con aprobar a su hermano con la cabeza.
-Os lo decimos con toda franqueza -prosiguió Juan de Cressay-: cometimos un error al
negaros a nuestra hermana. Pero ello fue debido más a nuestra madre -Dios la tenga en gloria-, que
estaba muy obstinada, que a nosotros. Un caballero debe reconocer sus errores, y si María
prescindió de nuestro consentimiento, nuestra es parte de la culpa. Todo eso debería olvidarse. El
tiempo nos enseña a todos. Sin embargo, ahora es ella la que se niega; no obstante, juro ante Dios
que no piensa en ningún otro hombre. ¡Eso sí que no! Así, que no lo comprendo. Tiene rarezas
nuestra hermana, ¿verdad, Pedro?
Pedro de Cressay aprobó con la cabeza.
Para Guccio era un hermoso desquite tener ante él arrepentidos y balbuceantes, aquellos dos
mozos que en otro tiempo habían llegado en plena noche, espada en mano, para matarlo, y le
habían obligado a huir de Francia. Ahora sólo deseaban entregarle a su hermana; poco faltaba para
que le suplicaran que apretara las clavijas, fuera a Cressay, impusiera su voluntad e hiciera valer
sus derechos de esposo.
Pero eso era conocer poco el orgulloso temperamento de Guccio. Poco caso hacía de
aquellos dos benditos; María era lo Único que le importaba. Pero ella lo rechazaba cuando estaba
tan cerca y había venido tan dispuesto a olvidar pasadas injurias.
-Monseñor de Bouville debía de pensar que ella obraría así -dijo el barbudo-, ya que en su
carta me dice: «Si la señora María se niega a ver a Guccio, como es de creer ... » ¿Sabéis la razón
que tuvo para escribir eso?
-No, no lo sé -respondió Guccio-; sin embargo, para que messire de Bouville lo haya visto
tan claro, es necesario que ella se lo haya dicho y se haya mostrado firmemente resuelta.
La cólera comenzaba a apoderarse de Guccio. Sus negras cejas se apretaban contra la arruga
vertical que le marcaba la frente. Esta vez tenía todo el derecho de actuar sin consideración hacia
María. Pagaría su crueldad con una crueldad mayor.
-¿Y mi hijo? -prosiguió.
-Está aquí. Lo hemos traído.
En la pieza contigua, el niño que estaba inscrito en la lista de los reyes, y a quienes todos
creían muerto hace nueve años, miraba como hacía las cuentas un empleado y se divertía
acariciando las barbas de una pluma de ganso. Juan de Cressay abrió la puerta.
-Jeannot, ven -dijo.
Guccio, atento a lo que pasaba en su interior, se forzaba un poco a la emoción. «Mi hijo,
voy a ver a mi hijo», se decía. La verdad es que no sentía nada. Sin embargo, ¡cuántas veces había
esperado este momento! Pero no había previsto el pequeño paso, pesado, campesino, que oía
acercarse. Entró el niño. Llevaba bragas cortas y una especie de blusa de seda; el rebelde remolino
de los cabellos caía sobre su clara frente. ¡Un verdadero campesino!
Hubo un momento de turbación en los tres hombres, turbación que advirtió el niño. Pedro lo
empujó hacia Guccio.
-Jeannot, aquí está...
Había que decir algo, decir a Jeannot quien era Guccio, y solamente se podía decir la
verdad.
-...aquí está tu padre.
Guccio, tontamente, esperaba emoción, brazos abiertos, lágrimas. El pequeño Jeannot
levantó hacia Guccio sus ojos azules, asombrados:
-¿No me dijeron que había muerto? -dijo.
Guccio se sobresaltó, dentro de él se formaba un rabioso furor.
-No, no -se apresuró a decir Juan de Cressay-. Estaba de viaje y no podía enviar noticias.
¿No es verdad, amigo Guccio?
«¡Cuántas mentiras le han dicho! -pensó Guccio-. Paciencia, paciencia... ¡Decirle que su
padre había muerto! ¡Ah, malvados!» Y por decir algo, exclamó:
-¡Qué rubio es!
-Sí, se parece mucho al tío Pedro, hermano de nuestro difunto padre -respondió Juan de
Cressay.
-Jeannot, ven, ven -dijo Guccio.
El niño obedeció, pero su pequeña mano rugosa permaneció extraña en la de Guccio, y se
secó la mejilla después de que éste lo besó.
-Quisiera tenerlo unos días conmigo -dijo Guccio-, para llevarlo a casa de mi tío, que desea
conocerlo.
Al decir esto, Guccio cerró maquinalmente el ojo izquierdo, como hacía Tolomei.
Jeannot, entreabierta la boca, lo miraba. ¡Cuántos tíos! No oía hablar mas que de eso.
-Tengo un tío en París que me envía regalos -dijo con voz clara.
-Precisamente es a él a quien vamos a visitar... Si tus tíos no tienen inconveniente. ¿Ponéis
algún impedimento? -preguntó Guccio.
Ninguno -respondió Juan de Cressay-. Monseñor de Bouville nos lo indica en su carta, y
nos dice que accedamos a esta petición.
Decididamente, los Cressay no movían un dedo sin permiso de Bouville.
El barbudo pensaba ya en los regalos que el banquero haría a su Sobrino. Una bolsa de oro
vendría muy bien, ya que este año la enfermedad se había ensañado en el rebaño. ¡Y quién sabe! El
banquero era viejo, y tal vez se acordara del niño en su testamento.
Guccio saboreaba ya su venganza. Pero, ¿la venganza ¿ha compensado alguna vez un amor
perdido?
Lo primero que sedujo al niño fue el caballo de Guccio y los arreos papales. Nunca había
visto una montura tan hermosa, y su sorpresa fue enorme al encontrarse sentado en la delantera de
la silla. Luego se puso a observar a aquel padre que le había caído del cielo, o mejor, los detalles
que podía ver agachándose o torciendo el cuello. Miraba las calzas ceñidas que no formaban ningún
pliegue sobre la rodilla, las flexibles botas de cuero, y aquel extraño vestido de viaje, color de hojas
rojas, de mangas estrechas y cerrado por delante hasta la barbilla con una serie de minúsculos
botones.
El sargento de armas llevaba una vestimenta más llamativa, debido a su color azul más
fuerte que lucía bajo el sol, a sus festoneados recortes en las mangas y en los riñones, y a sus armas
señoriales bordadas en el pecho. El niño se dio cuenta en seguida de que Guccio daba órdenes al
sargento, y tuvo en alta consideración a aquel padre que hablaba como dueño a un personaje tan
brillantemente vestido.
Habían recorrido ya cerca de cuatro leguas. En la posada de Saint-Nóm-la-Breteche, donde
se detuvieron, Guccio pidió, con voz naturalmente autoritaria, una tortilla, un capón asado,
requesón y vino. La premura de los sirvientes aumentó todavía más el respeto de Jeannot.
-¿Por qué habláis de distinta manera, messire? -preguntó-. No decís las palabras como
nosotros.
Guccio se sintió herido ante esta observación hecha a su acento toscano, y por su propio
hijo.
-Porque nací en Siena, en Italia, que es mi país -respondió con orgullo-. Y también tú te vas
a hacer sienés, ciudadano libre de esta ciudad donde somos poderosos. Además, no me llames
messire, sino padre.
-Padre -repitió dócilmente el niño.
Guccio, el sargento y el pequeño se sentaron a la mesa y mientras esperaban la tortilla,
Guccio comenzó a enseñar a Jeannot las palabras de su lengua para designar los objetos.
-Tavola -decía cogiendo el borde de la mesa-; bottiglia mientras levantaba la botella; pane.
Se sentía turbado delante de este niño falto de naturalidad; le atemorizaba que el niño no lo
quisiera, o que el no quisiera al niño. Por más que se repetía «es mi hijo», no sentía más que una
profunda hostilidad hacia las personas que lo habían criado.
Jeannot no había probado nunca el vino. En Cressay se contentaba con la sidra, o hasta con
la frenette (Especie de vino obtenido por la fermentación de hojas de fresno) como los campesinos.
Bebió unos tragos. Estaba acostumbrado a la tortilla y al requesón; pero el capón asado constituía
una fiesta para él. Además, aquella comida tomada al lado de la ruta, en pleno mediodía, le seducía.
No tenía miedo, y la agradable aventura le impedía pensar en su madre. Le habían dicho que la
volvería a ver al cabo de unos días... París, Siena, todos esos nombres no evocaban en él ninguna
idea Precisa de distancia. El sábado próximo volvería a la orilla del Mauldre y podría declarar a la
hija del molinero y a los hijos del carretero: «Soy sienés», sin que tuviera que explicar nada, ya que
ellos sabían menos aún que él.
Comieron el último bocado. Secadas las dagas con una miga y colocadas de nuevo en la
cintura, subieron a caballo; Guccio puso al niño delante de él, de través en la silla. La comilona y
sobre todo el vino, que acababa de probar por primera vez, adormecieron al niño. Se durmió antes
de recorrer media legua, indiferente a las sacudidas del trote. No hay nada más emotivo que el
sueño de un niño, sobre todo en pleno día, a la hora en que los adultos velan y actúan. Guccio
mantenía en equilibrio aquel pequeño cuerpo que se mecía y daba cabezadas con el mayor
abandono. Con la barbilla acarició instintivamente los rubios cabellos anidados junto a él, y apretó
más fuerte el brazo, para obligar a aquella cabecita y a aquel gran sueño a pegarse más
estrechamente a su pecho. Del pequeño cuerpo dormido se desprendía un perfume de infancia. Y de
repente, Guccio se sintió padre, orgulloso de serlo, y las lágrimas le nublaron los ojos.
-Jeannot, mi Jeannot, mi Giannino -murmuró poniendo los labios en los tibios y sedosos
cabellos.
Había puesto su montura al paso y había ordenado al sargento que hiciera lo mismo, para no
despertar al niño y prolongar su propia felicidad. ¡Qué importaba la hora a que llegaran! Mañana
Giannino se despertaría en su casa de la calle de los Lombardos, que le parecería un palacio; los
sirvientes lo rodearían, lo lavarían, lo vestirían como a un pequeño señor, y comenzaría para él una
vida de cuentos de hadas.
María de Cressay pliega su ropa inútil en presencia de la sirvienta, muda y despechada.
También ésta sueña con otra vida mejor, en la que seguiría a su dueña: y en su actitud hay cierta
reprobación.
María ha dejado de temblar y sus ojos están secos; ha tomado su decisión. Sólo tiene que
esperar unos días, lo mas una semana. Porque esa mañana la sorpresa le ha hecho dar una respuesta
absurda, una negativa sólo propia de un demente.
Porque, cogida de improviso, sólo ha pensado en el juramento que la señora de Bouville -
aquella mala mujer- le había obligado a pronunciar... y en las amenazas: «Si volvéis a ver a ese
joven Lombardo le costará la vida...»
Pero se han sucedido dos reyes, y nadie ha hablado; y la señora de Bouville ha muerto. Por
otra parte, ¿estaba de acuerdo con la ley de Dios aquel horrible juramento? ¿No es pecado prohibir
a la criatura humana que se descargue de las turbaciones de su alma con un confesor? Incluso las
religiosas pueden ser dispensadas de sus votos. Además nadie tiene derecho a separar al esposo de
la esposa; eso no es cristiano. El conde de Bouville no es obispo y por otra parte, no es tan temible
como su mujer.
María hubiera debido pensar todas estas cosas por la mañana, y reconocer que no podía
vivir sin Guccio, que su lugar estaba a su lado, que, al venirla a buscar, nada en el mundo, ni los
antiguos juramentos, ni los secretos de la corona, ni el temor de los hombres, ni el castigo de Dios
si hubiera de sobrevenir, podían impedir que lo siguiera.
No le mentiría a Guccio. Un hombre que al cabo de nueve años sigue queriendo, no se ha
vuelto a casar y regresa para buscar a la mujer amada, es de buen corazón, leal, semejante al
caballero que vence todas las pruebas. Un hombre así puede compartir un secreto. Y no se le debe
mentir, no se le debe hacer creer que su hijo vive, que lo aprieta en sus brazos, cuando no es
verdad.
María sabría explicar a Guccio que su hijo, su primogénito -porque aquel hijo muerto no era
ya en su pensamiento mas que su primogénito-, por un encadenamiento fatal, fue entregado y
cambiado para salvar la vida del verdadero rey de Francia. Pediría a Guccio que comparta su
juramento, y juntos educarían al pequeño Juan el Póstumo, que ha reinado los cinco primeros días
de su vida, hasta que los barones vengan a buscarlo para devolverle su corona. Y los otros hijos que
tengan, serán un día como verdaderos hermanos del rey de Francia. Puesto que todo puede llegar en
el mal, debido a las increíbles disposiciones del destino, ¿por qué no puede ocurrir todo en el bien?
Eso le explicaría María a Guccio dentro de unos días, la semana próxima, cuando traiga a
Jeannot, tal como lo acordó con sus hermanos.
Entonces podrá comenzar la felicidad, diferida durante tan largo tiempo; y si en la tierra hay
que pagar toda felicidad con un peso igual de sufrimiento, tanto el uno como el otro habrán pagado
con creces, por adelantado, las alegrías futuras. ¿Querrá instalarse Guccio en Cressay?
Seguramente, no. ¿En París? El lugar sería demasiado peligroso para el pequeño Juan, ya que
parecía desafiar de cerca al conde de Bouville. Irían a Italia. Guccio llevaría a María a ese país del
que sólo conoce las hermosas telas y el hábil trabajo de los orfebres. ¡Cuánto quiere a esa Italia por
ser el país de donde ha venido el hombre que Dios le ha destinado! María piensa en el viaje al lado
de su esposo reencontrado. Dentro de una semana, le queda una semana de espera... ¡ay, en el amor
no basta tener los mismos deseos; hay que expresarlos también en el mismo momento!

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora