III
La reina del Temple.
Para un niño de nueve años cuyo horizonte desde que tiene uso de razón ha estado limitado
por un arroyo, hoyos llenos de estiércol y tejados campesinos, el descubrimiento de París sólo
podía ser un encanto. Pero mucho mas cuando este descubrimiento lo hace en compañía de un
padre tan orgulloso de su hijo, que lo viste de las mejores galas, lo baña, lo perfuma y lo lleva a las
mejores tiendas; lo llena de dulces, le compra una bolsa para llevar en la cintura, con verdaderas
monedas dentro, y le pone zapatos bordados. Jeannot, o Giannino, vivía días deslumbrantes.
¡Y las hermosas casas en que le hacía entrar su padre! Porque Guccio, con diversos
pretextos, y muchas veces sin pretexto alguno, visitaba a sus amistades de antaño simplemente para
poder decir con orgullo: «Mi hijo», y mostrar este milagro, este esplendor único en el mundo: un
pequeño que lo llamaba «padre» con buen acento de la Isla-de-Francia.
Si se extrañaban del color rubio de Giannino, Guccio hacía alusión a la madre, una persona
de la nobleza. Adoptaba entonces ese tono falsamente discreto que denota indiscreción, ese aire un
poco fanfarrón de misterio que tienen los italianos para fingir que se callan sus conquistas. De esta
manera puso al corriente a todos los Lombardos de París: los Peruzzi, Boccangra, Macci, Albizzi,
Freccobaldi, Scamozzi, y al propio señor Boccaccio.
Tolomei, un ojo abierto y otro cerrado, caído el vientre y arrastrando la pierna, no
participaba poco en esta ostentación. ¡Ah, que felices hubieran sido los últimos años de vida del
viejo Lombardo, si Guccio se hubiera podido instalar en París, en su casa, con el pequeño
Giannino!
Pero eso era un sueño imposible. ¿Por qué esa tonta, esa testaruda María de Cressay no
quería regularizar el matrimonio y aceptar la vida en común con su marido, ahora que todo el
mundo estaba de acuerdo? Tolomei, aunque le molestaba el menor desplazamiento, se ofrecía a ir a
Neauphle para intentar un arreglo.
-Soy yo quien no quiere saber nada de ella, tío mío -declaró Guccio-. No consentiré que se
burlen de mi honor. Además, ¿qué placer iba a tener viviendo con una mujer que ya no me quiere?
-¿Estás seguro?
Había un indicio, sólo uno, que permitía a Guccio plantearse la pregunta. Había encontrado
en el cuello de Giannino el pequeño relicario que le había dado la reina Clemencia cuando Guccio
estaba en el hospital de Marsella, relicario que regaló a su vez a María en ocasión de una grave
enfermedad de ésta.
-Mi madre se lo quitó del cuello y lo pasó al mío cuando mis tíos me llevaron junto a vos la
otra mañana -explicó el niño.
¿Era suficiente ese indicio tan débíl, ese gesto que podía no ser mas que de religiosidad?
Además, el conde de Bouville fue tajante.
Si quieres conservar este niño, tienes que partir con el hacia Siena y cuanto antes, mejor -le
dijo a Guccio.
La entrevista se celebró en el palacio del antiguo gran chambelán, detrás del Pre-aux-Clercs.
Bouville se paseaba por el jardín cerrado. Se le saltaron las lágrimas al ver a Giannino. Besó la
mano del niño antes de besar sus mejillas y, mientras lo contemplaba de pies a cabeza, murmuró:
-Un verdadero pequeño príncipe, un verdadero pequeño príncipe.
Al mismo tiempo se secaba los ojos. Guccio estaba asombrado de esta emoción y la
consideró como homenaje rendido a su amistad.
-Un verdadero pequeño príncipe, como vos decís, messire -respondió Guccio, feliz-; y es
más sorprendente al pensar que no ha conocido mas que la vida del campo y que su madre, después
de todo, solo es una campesina.
Bouville movió la cabeza. Sí, sí, todo eso era muy asombroso...
-Llevaóslo; es lo mejor que podéis hacer. Además, ¿no tenéis la aprobación augusta de
nuestro Padre Santo? Esta vez te daré dos sargentos que te acompañarán hasta las fronteras del
reino para que no os sobrevenga ningún mal ni a ti, ni a... este niño.
Parecía que no le era fácil decir «tu hijo».
-Adiós, mi pequeño príncipe -dijo abrazando a Giannino-. ¿Te volveré a ver?
Y se alejó muy de prisa; las lágrimas comenzaban a arrasar de nuevo sus ojos. Es que, en
realidad, aquel niño se parecía demasiado dolorosamente al gran rey Felipe.
-¿Volvemos a Cressay? -preguntó Giannino la mañana del 11 de mayo al ver preparar
baules de albarda y portamantas.
No parecía muy impaciente en volver a la casa solariega.
-No, hijo mío -respondió Guccio-. Primero iremos a Siena.
-¿Vendrá mi madre con nosotros?
-Ahora no; vendrá mas adelante.
El niño pareció tranquilizarse. Guccio pensó que después de escuchar durante nueve años
mentiras sobre su padre, ahora iba a entrar en una nueva época de mentiras sobre su madre. ¿Se
podía hacer otra cosa? Tal vez un día habría que hacerle creer que su madre había muerto...
Antes de ponerse en camino quedaba a Guccio por hacer una visita, la más prestigiosa, si no
la más importante: deseaba saludar a la reina viuda Clemencia de Hungría.
-¿Dónde está Hungría? -preguntó el niño.
-Muy lejos, hacia Levante. Se necesitan muchas semanas de ruta para llegar; poca gente ha
estado allí.
-¿Por qué está en París la señora Clemencia si es reina de Hungría?
-Nunca ha sido reina de Hungría, Giannino. Su padre fue rey allí, y ella fue reina de Francia.
-¿Es la mujer del rey Carlos el Hermoso?
No, la mujer del rey era la señora de Evreux, a la que coronaban ese mismo día. Irían al
palacio real en seguida a echar una ojeada a la ceremonia que se celebraría en la Sainte-Chapelle,
para que, de esta forma, Giannino partiera con un recuerdo más hermoso aún que los otros. Guccio,
el impaciente Guccio, no sentía enojo ni cansancio explicando al pequeño las cosas que parecían
evidentes y que no lo serían si no se las conociera desde siempre. Así se hace el aprendizaje del
mundo.
¿Quién era esa reina Clemencia que iban a visitar? ¿Cómo la había conocido Guccio?
Desde la calle de los Lombardos al Temple por la calle de la Verrerie, había poca distancia.
Mientras caminaban, Guccio contó al niño cómo había ido a Nápoles con el conde de Bouville...
-«ya sabes, el grueso señor que visitamos el otro día y que te abrazó... para solicitar en
matrimonio a esta princesa de parte del rey Luis X, ya fallecido.
Relató su viaje con la señora Clemencia en el barco que la llevaba a Francia, y como estuvo
a punto de perecer en una gran tempestad que se abatió sobre ellos antes de llegar a Marsella.
Ese relicario que llevas al cuello me lo dio ella en agradecimiento por haberla salvado.
Luego, cuando la reina Clemencia tuvo un hijo, eligió por nodriza a la madre de Gianníno.
-Mi madre nunca me dijo nada de eso -exclamó el niño con sorpresa-. Entonces, ¿también
ella conoce a la señora Clemencia?
Todo eso era muy complicado. Giannino hubiera deseado saber si Nápoles estaba en
Hungría. Además, los transeúntes le empujaban; quedaba en suspenso una frase comenzada, un
acarreador de agua interrumpía una respuesta con el tintineo de sus cubos. Al niño le resultaba muy
difícil poner en orden el relato... «Así, tú eres hermano de leche del rey Juan el Póstumo, que murió
a los cinco días...»
Hermano de leche, Giannino comprendía bien lo que significaba. En Cressay lo había oído
muchas veces: en el campo hay muchos hermanos de leche. Pero ¿hermano de leche de un rey? Era
como para quedar meditabundo; porque un rey es un hombre grande y fuerte, con una corona en la
cabeza... Nunca había pensado que los reyes pudieran tener hermanos de leche, ni que alguna vez
fueran pequeños. En cuanto a «póstumo»... otro nombre raro, lejano como Hungría.
-Mi madre nunca me dijo nada de eso -repitió.
Y empezó a estar quejoso de su madre por las muchas cosas asombrosas que le había
ocultado.
-¿Por que se llama el Temple al sitio al que vamos?
-Debido a los Templarios.
-¡Ah, sí, ya sé! Escupían a la cruz, adoraban a una cabeza de gato y envenenaban los pozos
para conservar todo el oro del reino.
sabía eso por el hijo del carretero, que repetía lo que su padre había oído, Dios sabe dónde.
A Guccio le era difícil, en medio de la muchedumbre y en tan poco tiempo, explicar a su hijo que la
verdad era un poco más sutil. El niño no comprendía que la reina que iban a visitar habitara en casa
de gente tan villana.
-Ellos ya no viven allí, figlio mío. Ya no existen; es la antigua residencia del Gran Maestre.
-¿El maestre Jacobo de Molay? ¿Era él?
-¡Haz los cuernos, haz los cuernos con los dedos, hijo mío, cuando pronuncies ese nombre
... ! Pues los Templarios fueron suprimidos, quemados o expulsados, el rey se apoderó del Temple
que era su castillo.
-¿Que rey?
El pobre Giannino se confundía con tantos soberanos.
-Felipe el Hermoso.
-¿Viste tu al rey Felipe el Hermoso?
El niño había oído hablar de él, de aquel rey aterrador y ahora tan grandemente respetado.
Pero eso formaba parte de todas las sombras anteriores a su nacimiento. Y Guccio se enterneció.
«Es verdad -pensó-, no había nacido aun. Para él es lo mismo que si le hablaran de San
Luis. »
Y como la multitud les hacia caminar aun mas despacio, continuó:
-Si, lo vi. Estuve a punto de atropellarlo en una de estas calles el día de mi llegada a Paris,
hace doce años, cuando me paseaba con mis dos galgos.
Y el tiempo cayó sobre sus hombros como una repentina ola, que te sumerge y luego se
disipa. Una ola de años se había abatido sobre él. ¡Era ya un hombre y contaba sus recuerdos!
-La casa de los Templarios -continuó- pasó a ser propiedad del rey Felipe el Hermoso,
después del rey Luis, luego del rey Felipe el Largo, que fue el antecesor del rey actual. el rey Felipe
el Largo dio el Temple a la reina Clemencia a cambio del castillo de Vincennes, que había
heredado de su esposo el rey Luis.
-Padre, quiero un barquillo.
Había percibido el buen olor que despedía el canasto de un vendedor ambulante, y eso hizo
que desapareciera de golpe su interés por todos aquellos reyes que se sucedían tan de prisa y que se
cambiaban sus castillos. Sabía ya que comenzar la frase con «padre» era un medio seguro para
obtener lo que deseaba; pero esta vez la treta no tuvo éxito.
-No, cuando volvamos, porque ahora te ensuciarías. Recuerda lo que te he dicho. No hables
a la reina si no te dirige la palabra, y arrodíllate para besarle la mano.
-¿Cómo en la iglesia?
-No, no como en la iglesia. Ven, te lo voy a enseñar. Yo no puedo hacerlo muy bien porque
tengo la pierna lesionada.
Los transeúntes miraban con curiosidad a aquel extranjero de pequeña estatura, de tez
morena, que, en el rincón de una puerta, enseñaba a hacer la genuflexión.
-Y luego te levantas rápidamente, sin atropellar a la reina.
El palacio del Temple había sufrido muchos cambios desde el tiempo de Jacobo de Molay.
En primer lugar, había sido dividido. La residencia de la reina sólo comprendía la gran torre
cuadrada con sus cuatro garitas de piedra en los ángulos, algunas viviendas secundarias, edificios y
cuadras situadas alrededor del amplio pavimentado, y el jardín, parte de recreo, parte para huerto.
El resto de las habitaciones para los caballeros y las armerías, aisladas por altos muros, habían sido
destinadas a otros usos y su gigantesco patio, dedicado a las paradas militares, estaba ahora desierto
y como muerto. La litera de ceremonia de visillos blancos que esperaba a la reina para conducirla a
la coronación, parecía un barco que atraca por equivocación o por necesidad en un puerto que no es
el suyo, y, aunque alrededor de la litera había varios escuderos y criados, la mansión parecía
silenciosa y abandonada.
Guccio y Giannino penetraron en la torre del Temple por la misma puerta por la que Jacobo
de Molay había salido doce años antes para ser conducido al suplicio. Las salas habían sido
restauradas; pero, a pesar de las tapicerías, de los objetos de marfil, plata y oro, las pesadas
bóvedas, las estrechas ventanas, los espesos muros donde se ahogaban los ruidos, y las
proporciones mismas de esta residencia guerrera, no formaban una vivienda adecuada para una
mujer de treinta y dos años. Todo recordaba a hombres rudos, con espada en la cintura; hombres
que habían asegurado la supremacía total de la cristiandad en los límites del antiguo Imperio
Romano. Para una viuda joven, el Temple parecía una prisión.
La señora Clemencia hizo esperar poco a sus visitantes. Apareció, vestida ya para la
ceremonia a la que iba, con vestido blanco, gorguera de velo en el nacimiento del pecho, manto real
en los hombros y corona de oro en la cabeza. Verdaderamente una reina, como se ve en las pinturas
de las vidrieras de las iglesias. Giannino creyó que las reinas vestían así todos los días de su vida.
Hermosa, rubia, magnífica, distante; con la mirada un poco ausente, Clemencia de Hungría ofreció
la sonrisa que una reina sin poder, sin reino, debe dejar caer sobre el pueblo que se le acerca.
Esta muerte sin tumba llenaba sus días demasiado largos con ocupaciones inútiles,
coleccionando piezas de orfebrería; ese era todo su interés por el mundo o al menos el que fingía
tener.
La entrevista fue más bien decepcionante para Guccio, que esperaba más emoción, pero no
para el niño, que veía ante él una santa del cielo con manto de estrellas.
La señora de Hungría hizo esas preguntas de circunstancias, propias de los soberanos
cuando no tienen nada que decir. Guccio intentó llevar la conversación hacia sus recuerdos
comunes, hacia Nápoles y la tempestad; pero la reina los eludió. Todo recuerdo le era penoso;
rechazaba los recuerdos.
Y cuando Gupcio, intentando dar categoría a Giannino, dijo: «El hermano de leche de
vuestro infortunado hijo, señora», se dibujó en el hermoso rostro una expresión casi dura. Una reina
no llora en público; pero era una inconsciente crueldad mostrarle, rubio y fresco, a un niño de la
misma edad que tendría el suyo y que había mamado la misma leche.No hablaba la voz de la sangre, sino la de la desgracia. Además, habían elegido mal día, ya
que Clemencia iba a asistir a la coronación de la tercera reina de Francia después de ella. La
cortesía la obligó a preguntar:
-¿Qué hará este hermoso niño cuando sea mayor...?
-Tendrá banca, señora. Como su padre, como todos nosotros; al menos así lo espero.
La reina Clemencia creía que Guccio había ido a reclamarle algún crédito, el pago de una
copa de oro, o de alguna joya procedente de la tienda de su tío. ¡Tan acostumbrada estaba a las
reclamaciones de sus proveedores! Se sorprendió al saber que aquel joven se había molestado sólo
por verla. ¿Había todavía, pues, personas que iban a saludarla sin solicitar nada de ella, ni pago, ni
servicio?
Guccio le dijo al niño que le mostrase a la reina el relicario que llevaba al cuello. La reina
no lo recordaba, y Guccio tuvo que hablarle del hospital de Marsella donde ella se lo había
regalado.
Clemencia pensó:
«Este joven me ha amado.»
¡Ilusorio consuelo de las mujeres cuyo destino amoroso se ha detenido demasiado pronto,
atentas a los sentimientos que pudieron inspirar en otro tiempo!
Se inclinó para besar al niño. Pero Giannino se arrodilló en seguida, y le besó la mano.
La reina, con movimiento maquinal, buscó alrededor de ella un regalo. Vio una caja de plata
sobredorada y se la dio al niño, diciendo:
-Seguramente te gustan las almendras garrapiñadas. Conserva esta caja de confites, y que
Dios te proteja.
Era hora de ir a la ceremonia. Subió a la litera, ordenó que corrieran los visillos blancos, y
se sintió enferma de un mal que le venía de todo el cuerpo, del pecho, de las piernas, del vientre, de
toda aquella belleza inútil. Al fin pudo llorar.
En la calle del Temple la muchedumbre se dirigía hacia el Sena, hacia la Cité, para ver la
coronación.
Guccio, tomando a Giannino de la mano, se puso detrás de la litera blanca, como si formara
parte de la escolta de la reina. Así pudieron atravesar el Pont-au-Change, entrar en el patio del
palacio y detenerse allí para ver pasar a los grandes señores que entraban, en traje de gala, en la
Sainte-Chapelle. Guccio reconoció a la mayoría y se los fue nombrando al niño: la condesa de
Mahaut de Artois, todavía mas alta con su corona; el conde Roberto, su sobrino, que la superaba en
estatura; monseñor Felipe de Valois, ahora par de Francia, al lado de su mujer, que cojeaba; y,
luego, la señora Juana de Borgoña, la otra reina viuda. ¿Quienes formaban aquella pareja, de unos
dieciocho y quince años, que venía detrás? Guccio preguntó a los vecinos. Le dijeron que era la
señora Juana de Navarra y su marido Felipe de Evreux. ¡Ah, sí! La hija de Margarita de Borgoña
tenía ahora quince años y se había casado después de todos los dramas originados por su causa.
Había tanta gente, que Guccio tuvo que poner a Giannino sobre sus hombros. ¡Y como
pesaba el diablillo!
Apareció la reina Isabel de Inglaterra, llegada expresamente del Ponthieu. Guccio la
encontró asombrosamente poco cambiada desde que la había entrevisto en Westminster, cuando le
entregó un mensaje del conde Roberto. Sin embargo, la recordaba mayor... En la misma fila,
marchaba su hijo, el joven Eduardo de Aquitania; y todas las cabezas se volvían porque la cola del
manto ducal del joven la llevaba Lord Mortimer, como si fuera el gran chambelán del príncipe. Un
nuevo desafío lanzado al rey Eduardo. Lord Mortimer presentaba un rostro victorioso, aunque
menos que el rey Carlos el Hermoso, al que nunca se habla visto tan radiante, porque la reina de
Francia, se susurraba, estaba encinta de dos meses. Y su coronación oficial, diferida hasta entonces,
constituía un agradecimiento.
Giannino se inclinó de pronto sobre la oreja de Guccio.Padre, padre -dijo-, el señor grueso que me abrazó el otro día, a quien fuimos a ver a su
jardín, está allí, y me mira.
¡Que confusos y turbadores pensamientos tenía el buen Bouville, metido entre la multitud
de dignatarios, al ver al verdadero rey de Francia, a quien todo el mundo creía en la sepultura de
Saint-Denis, encaramado en los hombros de un negociante Lombardo, mientras coronaban a la
esposa de su segundo sucesor!
Aquella misma tarde, por la ruta de Dijon, dos sargentos de armas del conde de Bouville
escoltaban al viajero sienés y a un niño rubio. Guccio Baglioni creía robar a su hijo; a quien robaba
en realidad era al dueño legítimo del trono. Y este secreto sólo era conocido por un augusto anciano
que estaba en una habitación de Aviñón llena de gritos de pájaros, i por un antiguo chambelán que
se paseaba por su jardín del Pré-aux-Clercs, y por una joven desesperada para siempre en un prado
de la Isla-de-Francia. La reina viuda que habitaba en el Temple continuaría ofreciendo misas por un
niño muerto.
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los reyes malditos la loba de fracia
Fiksi Sejarahesta el la 5 parte de la saga los reyes malditos todos los derechos son de el autor maurice duron